La Casa del Vigía
Hoy
ha amanecido Mazagón enredado en niebla, y cada vez que esto ocurre vuelvo a
recordar al viejo marinero que conocí en una tarde también neblinosa.
Eso fue hace muchos años, en un
domingo de invierno. Había sido un día tranquilo, y quise terminarlo paseando
hasta la Casa del Vigía. Justo antes de llegar, una niebla intensa acabó con la
poca luz que le quedaba al cielo, y como la humedad empezaba a calar, decidí
dar media vuelta y entrar en uno de los bares que aún seguían abiertos en el
centro de Mazagón.
En el interior había un grupo de
clientes habituales. Estaban en una esquina de la barra charlando con el
camarero sobre lo desapacible del clima y la oscuridad que habían traído las
nubes. Me hicieron partícipe de la conversación en cuanto me vieron entrar
frotándome las manos de frío. Les comenté que la niebla me había sorprendido de
camino a la Casa del Vigía.
— ¿A
la Casa del Vigía? Perdone que me inmiscuya, señorita, pero… ¿Ha llegado hasta
allí? ¿La ha visto? — preguntó una voz desde el otro extremo del local.
Estas
palabras hicieron que todos nos giráramos hacia la mesita que estaba junto a
las ventanas. Desde ese rincón me miraba absorto un señor en el que yo no había
reparado hasta ese momento. El tipo, que estaba solo, parecía sacado de uno de
esos libros de navegantes intrépidos de hace dos siglos. Era corpulento, tenía
barba y bigote muy cuidados, y su ropa era elegante, aunque pasada de moda.
Sobre su mesa se enfriaba una taza de café negro, y junto a la taza había un
libro antiguo y amarillento, con el lomo deshilachado. El tono de voz del
hombre, muy educado, denotaba cierta intriga y desazón.
— ¿La
ha visto? — me volvió a preguntar abriendo unos enormes ojos azules
que habían estado escondidos en su rostro ajado.
Comencé
a explicarle que no había llegado a ver la Casa del Vigía porque la niebla
apareció de repente, y que decidí darme la vuelta, pero antes de acabar mi
respuesta me interrumpió para pedirme, con mucha amabilidad, que me sentara a
su mesa. Al notar mi perplejidad me lo volvió a pedir, esta vez poniéndose de
pie e invitándome con su mano a ocupar una silla junto a la suya.
— Por
favor, señorita… — me suplicó, también con su mirada. Me sentí comprometida
y sin escapatoria, pero parecía significar tanto para él, que accedí.
Agradeció
mi gesto cogiendo con delicadeza mi mano entre las suyas, y se presentó.
— Me
llamo Zenón. Siempre fui marinero. He navegado por todos los mares del mundo y,
a pesar de no ser de por aquí, conozco palmo a palmo toda la costa
onubense.
Hizo
una breve pausa y volvió a preguntarme si había llegado a ver el edificio, si
había visto al menos la silueta de la terraza acristalada, y si allí había
vislumbrado algo o a alguien.
— Es
muy importante para mí — dijo lentamente y con tristeza.
De
nuevo le contesté que no, que me di la vuelta unos metros antes de llegar
porque no iba a poder fotografiar el atardecer, como hago otras veces, y porque
empezó a hacer frío.
— Qué
lástima. Es que sólo se asoma cuando hay niebla, y hace tiempo que yo no consigo
verla. Yo también vengo de allí. Y tampoco la he visto. Verá… Hace
muchísimos años, cuando yo era marinero y nuestro barco entraba por este canal,
la Casa del Vigía era mi referente emocional, porque me recordaba a la casona
en la que me crié. Divisarla era para mí un aliciente, un alivio para el
cansancio y la soledad. En un viaje de aquellos, cerca ya de esta costa, nos
sumergimos de pronto en una bruma espesa, como la de hoy. Aun así, por
superstición, por ritual, no sé por qué, me empeñé en no perder de vista
el edificio. Y de repente la vi. Apareció en el ventanal acristalado de la
esquina, mirando mar adentro.
En
ese momento el señor Zenón cogió el libro viejo que tenía sobre la mesa y lo
abrió por las hojas que tenía marcadas con un trozo de lazo negro. La página de
la derecha la ocupaba por entero la ilustración de una mujer joven, preciosa,
con un vestido oscuro y adornos de azabache; sus cabellos eran muy rubios,
recogidos con un lazo también negro, como el que marcaba las páginas del libro.
La joven tenía la mano izquierda apoyada en el alféizar de una ventana y la
mirada perdida a través de su cristal.
— Vi
a esta mujer. Aquel día y varias veces más, y siempre a través de la bruma,
nunca a plena luz — me decía mientras señalaba con su dedo el rostro de
aquella joven. Por lo visto, el libro narraba la triste historia de una mujer,
la del dibujo, que se quedó en tierra esperando a un prometido que nunca
volvió.
— Yo tampoco volví, ¿sabe
usted? Todo me parecía poco en aquellos años. Mi casa, mi vida, ella...Y me
fui. Me iba a comer el mundo, pero... — susurró mirando a través de la
ventana, y en un tono tan apagado que apenas entendí el final de la frase. Le
llevó unos segundos salir de su ensimismamiento, y después retomó su narración.
— La dama que se asoma a
las cristaleras de la Casa del Vigía los días de niebla, es esta, es esta, lo
juro, lo sé… — prosiguió mientras volvía a señalar con el
dedo la imagen del libro.
Prosiguió con varios detalles más,
haciendo hincapié en las coincidencias entre su vida y la historia que narraba
la novela. Su relato era fascinante, cautivador, y nada me hubiera gustado más
que creer que todo aquello era cierto, pero no fue así. Sin embargo, el señor
Zenón se expresaba con tanta lucidez (lucidez aparente, al menos), que
decidí alargar algo más la conversación y los cafés. Cuando la sobremesa se agotó, le deseé
suerte y ánimo con sus sueños y esperanzas. Se despidió agradeciendo mi
atención y deseándome fe. Salud y fe, me dijo. Puso entre mis manos el
lazo negro del libro, me obligó a aceptarlo, y se fue.
No
puedo describir lo que sentí mientras veía al viejo salir del bar. Lo que
empezó siendo un encuentro extraño y surrealista acabó por ser un capítulo
inolvidable y enternecedor.
Esto ocurrió hace al menos veinte
años. Nunca volví a ver al marinero Zenón ni encontré a nadie que lo hubiera
conocido. A la hermosa dama que supuestamente se deja ver en la Casa del Vigía
en los días de mucha niebla yo la llamo, cómo no, Penélope.
Como dije al principio de este
texto, hoy también amaneció Mazagón con una espesa niebla. Dad por hecho que iré
a la Casa del Vigía. Quién sabe si dentro de muchos años no sea yo quien cuente
desde la esquina de un café que un día vi a una tal Penélope asomada al
ventanal. O quizás cuente que Penélope era
yo.
Sonia Serna San Miguel
(Segovia, junio de 2023)