ESPERANDO EN UNA SALA DE
ESPERA
“Siempre me han dado pena
las personas mayores que me encuentro en los hospitales, no lo puedo evitar, y
no me refiero a las que están ingresadas por enfermedad, que también,
obviamente, sino a los ancianos que veo en las salas de espera de las diferentes
consultas, aunque simplemente estén ahí para hacerse un análisis rutinario de
sangre, o aunque se trate de personas sanas, pero el caso es que me mueven a
compasión sus miradas limitadas y perdidas, intentando descifrar los letreros
de las distintas consultas mientras arrastran como pueden sus zapatos y sus
años por los laberintos blancos de los pasillos, procurando no equivocarse de
sala de espera o temiendo no llevar el papelito oportuno para el especialista
correspondiente. Me dan la impresión de estar desubicados y de tener miedo a
molestar si preguntan. Las personas mayores vagan por las consultas de los
hospitales orando en silencio por que el médico les firme, al menos por hoy,
aunque sólo sea por hoy, el salvoconducto de la salud para volver por fin a sus
casas, a su rutina, a su descanso, y estas personas, a veces aún más agotadas
que ancianas, me dan pena, una pena afable, una mezcla de conmiseración
simpática y de tristeza.
Hoy estoy en la sala de
espera de cardiología porque me tienen que hacer un electrocardiograma. Tengo
cita a las once y llego holgada de tiempo. Hay muy poca gente esperando, y esta
novedad me hace temer que me haya equivocado de sala, de día y de hora, pero no
es así; simplemente parece que hoy voy a tener más suerte que otros días.
Enfrente de mí está sentado
un matrimonio, o lo que yo supongo un matrimonio, de edad bastante avanzada. Él
tiene los ojos claros y muy pequeños, perdidos en algún lugar entre las cejas y
la nariz, como si se los hubiera dibujado un niño, y su mirada es infantil,
pero sin brillo. El hombrecillo tiene aspecto cansado y desganado, y su figura
está medio desmayada en la silla de plástico blanco, mirando sin ningún interés
a las personas que van y vienen por el pasillo.
A su lado está sentada la
que supongo que es su mujer, una señora con gafas anticuadas y mirada viva, muy
erguida en su asiento, como no queriéndose perder nada de los pacientes que
entran y salen de la consulta. Su cara es claramente más grande que la de su
marido, como si ella tuviera un cráneo masculino o su marido tuviera
proporciones faciales femeninas, o ambas cosas.
Me da la impresión de que
los dos se han puesto sus mejores galas para venir al hospital. No llevan ropa
buena, ni siquiera bonita, ni hacen juego unas prendas con otras, pero sí son
lo suficientemente apropiadas como para evidenciar que se han esforzado todo lo
que han podido por venir aseados, peinados y decentemente arreglados, y
eso es tener respeto y consideración hacia los demás, y sólo el hecho de que se
hayan tomado esas molestias para venir hasta el hospital a emplear la mañana
hace que ambos luzcan tan arregladitos como seguramente pretendían.
Pasa casi media hora y yo
sigo esperando, es decir, llegar con tiempo de sobra no me ha servido de nada.
Me pregunta la mujer que a qué hora tenía yo la consulta, y sacamos en
conclusión que ellos van antes que yo. El hombrecillo masculla algo entre
dientes, pero no entiendo lo que dice, y su mujer le manda callar, con codazo
incluido. A ella sí la he entendido bien; en realidad, la hemos escuchado
todos, porque somos muy pocos en la sala y no hay bullicio, amén de la buena
voz que tiene la señora. Por la forma que tiene de ladear la cabeza cuando
habla su mujer deduzco que el hombre no oye bien y que no ha comprendido a su
señora, y por la nueva regañina de ella entiendo que la mujer tampoco tiene muy
buen oído y que ni siquiera ha comprendido de qué se quejaba su marido. En
definitiva, los dos ancianos se enzarzan en una pequeña discusión que ahora ya
sí se escucha perfectamente y que me hace sonreír, porque los dos están
diciendo lo mismo, casi con las mismas palabras, malentendido sobre
malentendido, y además ninguno lleva razón; siento lástima por verlos discutir
en vano, pero yo no me siento con fuerzas para desenredar el entuerto, y como
ni se oyen ni se escuchan entre sí, sólo queda esperar que uno de los dos se dé
por vencido y no replique más. Finalmente, el anciano, con una mueca ingenua
que no ve su mujer, opta por callarse.
“¡Estos hombres, que no
tienen paciencia para nada…!”- me dice la mujer con una sonrisa y abriendo
mucho los ojos detrás de las gafas, para bostezar a continuación. “Ay, señor,
sí que se hace pesado esperar, y desde que estamos levantados…”. Le digo que
sí, que estas cosas son pesadas para todos, y aquí es cuando la buena señora me
cuenta su peripecia de hoy hasta llegar a esta sala de espera, y resulta ser la
misma peripecia de la señora que está sentada al fondo de la sala, que se ha
unido a la conversación, y que hasta ahora sólo había sonreído ante las
discusiones de este matrimonio.
Las dos mujeres me cuentan
más o menos lo mismo, como lo mismo me contarían tantas personas que esperan o
desesperan en las consultas del hospital. Resulta que este matrimonio vive en
un pueblo que está a cincuenta y tantos kilómetros de la capital (me he
molestado en comprobarlo en internet), y resulta también que esta no es la
primera consulta que tenían hoy, sino que ya vienen de otra prueba que tenían a
primera hora. Han venido en autobús desde su pueblo y, aunque no he entendido
bien la hora, deben de haberlo cogido sobre las siete de la mañana. Para coger
un autobús a las siete de la mañana tienes que haberte levantado más o menos
sobre las seis. Son las doce de la mañana y aún no hemos entrado a la consulta
ni el matrimonio, ni la señora del fondo ni yo.
Me pide perdón la mujer
porque ha vuelto a bostezar y me comenta que cuando tiene que madrugar para
estas cosas suele no dormir bien, pensando en que no le suena la alarma y
pierden el autobús. Le digo que a mí me pasa lo mismo, y es cierto. Yo también
tengo sueño, estoy cansada y aburrida de esperar, pero no tengo ochenta años,
ni he venido en autobús, ni mi pueblo está tan lejos.
Por fin les toca el turno y
el matrimonio entra en la consulta, para salir apenas cinco minutos después.
Resulta que la prueba en sí es breve.
Le oigo decir al hombrecillo
que qué hacen hasta que salga el autobús de vuelta, que falta una hora. De
buena gana habría cogido mi coche y les habría llevado a su casa en ese momento
porque, vuelvo a decirlo, me dan pena. Al irse se despiden amablemente de los
tres que quedamos en la sala, y el señor me mira con sus ojillos escondidos y
me dice: “Hasta siempre, señora”.
Seguramente será así, buen
hombre. Hasta siempre.
Según se alejan intento
adivinar quiénes serán realmente estas dos personas mayores que caminan del
brazo, mitad por costumbre, mitad para sostenerse el uno al otro; quiénes serán
estos dos personajes prácticamente anónimos e insignificantes para casi todo el
mundo, excepto para un puñado de seres queridos, tan anónimos e insignificantes
como ellos, como yo, como todos nosotros. Me pregunto si no tendrán hijos o
nietos que pudieran haberlos evitado esta peregrinación absurda hasta el hospital;
quizá no los tengan, o quizá no hayan querido molestarlos y hayan preferido
vivir juntos esta aventura, que a fe que lo es. Ignoro si en su pasado habrán
sido buenas personas, o si lo siguen siendo. Tal vez no; tal vez él sea un mal
hombre, ella una mala mujer, malos padres y malos abuelos, y ambos sean un par
de miserables. Me cuesta creerlo, pero las malas personas también envejecen.
Sean quienes y como sean, no
se merecen pasar tantas horas de penitencia e incertidumbre, a veces incluso de
soledad; no a su edad, y me da pena verlos alejarse torpemente, desorientados
en su propia vejez, y perderse entre otros tantos pacientes, algunos tan
ancianos como ellos, bien en pareja, bien en familia o deambulando solos, y
casi todos con las miradas somnolientas buscando su sala de espera, rezando sin
oraciones para que el haber madrugado y haberse acicalado con tanto esfuerzo y
esmero sirva para salir de la consulta del médico con una buena noticia.
Definitivamente los pierdo
de vista. Me nombran por megafonía y entro a la consulta. Dentro de media hora,
cuando yo ya esté sentada en mi casa escribiendo esto, ellos aún esperarán
obedientes en la estación de autobuses. Deseo que no tengan que volver por el
hospital en mucho tiempo.”
Sonia Serna San Miguel
(Otero de Herreros, 30 de mayo de 2017)