viernes, 26 de junio de 2020

LOS NOMBRES DE LAS ROSAS

LOS NOMBRES DE LAS ROSAS



Es la década de los setenta. Soy pequeña, tengo unos siete años y estoy con mis padres y mi hermano en el mercadillo del pueblo. El cielo está tristón y la compra casi terminada, así que salimos de entre los puestos en busca de nuestro coche. Apenas hemos empezado a subir una cuesta mi padre le dice a mi madre que espere, que le han dicho que allí... que quiere que vayamos a ver si... que no tardamos nada. 

Nos desviamos hacia la derecha y nos paramos delante de una especie de nave o garaje sin acabar, o acabado pero abandonado, creo que sin puertas, con el interior oscuro y las paredes de ladrillo visto. Mis padres entran despacio, con mucha prudencia. 

-Buenos días ¿Dan su permiso?

-Pase, caballero, pase usted-, responde educado un señor que se levanta no sé de dónde, porque juraría que no hay ni sillas en el local. El señor es muy delgado, creo que le falta un ojo (cuando crezca aprenderé que a eso se le llama estar tuerto), y lleva puesta una gabardina que salta a la vista que no es suya. Conserva la mirada de su cuenca vacía, y es tristísima, al igual que la de su otro ojo. Se nota que no tiene buena salud y que no es tan mayor como aparenta.
Tras este señor se levanta una mujer, también joven, aunque ajada, y tras la mujer aparecen varios pares de miradas más, infantiles, tiernas y curiosas. Todos van peinados y vestidos con una decencia y dignidad innatas, a pesar de llevar ropas pasadas de moda y tallas que no se corresponden con sus cuerpecitos; a uno le queda muy largo el pantalón, a otro se le están despegando las coderas del suéter...
Comprendo que es una familia con varios hijos, al menos cinco, y me quedo mirando a la que parece ser la mayor; debe de tener algún año más que yo, es monísima y no me pega con esas paredes inhóspitas y oscuras que la esconden de la vida.


No puedo evitar oír la conversación que tiene esta pareja con mis padres y, aunque soy pequeña, entiendo lo que ocurre, sobre todo cuando veo que el hombrecillo de la gabardina se echa a llorar, escondiendo a ratos su cara enjuta entre sus manos. 
No tienen nada, han perdido todo en una mala racha, están lejos de su tierra y de momento viven, sobreviven, en este garaje. Sé que están abochornados, les da vergüenza llorar delante de sus hijos, no poder mantenerlos, tener que pedir ayuda. Soy pequeña pero esto lo comprendo porque el sufrimiento es evidente.
El señor se disculpa por estar enfermo, "Si yo no hubiera caído enfermo...", y esto hace que mis padres se desmoronen del todo.


Mi padre nos manda esperar en la calle a mi hermano y a mí, pero la nave tiene eco y la calle silencio, y se oye todo. Mi padre le está diciendo a ese señor que hablará con no sé quién, que lo comentará no sé dónde, y que mientras tanto quiere que acepten la poca ayuda que lleva encima. Mi padre le da dinero, el mismo que hace un rato me había negado tener cuando mi hermano y yo le hemos pedido unas chucherías en el mercadillo. Entiendo que ya lo traía apartado desde casa, y le dice al señor que siente no tener más y que hasta pronto. El hombre de la gabardina lo acepta con mucha vergüenza, se seca las lágrimas con una mano y con la otra se despide de mis padres como puede y sin perder la educación.
Cuando nos vamos de aquel infierno con ángeles los niños de la familia salen a decirnos adiós con la mano y nos tiran besos. No tienen nada y nos tiran besos. Me siento culpable, como cuando me hacen un regalo que sé que no merezco pero que acepto sin rechistar.


Al llegar a casa, después de un viaje en absoluto silencio y desconsuelo, y mientras mi madre guarda la compra en la cocina, mi padre coge unas bolsas y las llena con prendas que va sacando de los armarios. En casa hay poca ropa y pocos caprichos, pero aún así mi padre recada cosas aquí y allá, también comida y productos del baño. De mi ropero coge el jersey azul con cenefas blancas, mi favorito, y lo mete en una bolsa. Mi padre me mira y, antes de oír mi queja, me dice "Mamá te puede hacer otro igual". Y es verdad. Me lo había hecho mi madre, como casi todos los que tenemos. Mi madre teje y cose por las tardes, le gusta y se le da muy bien, así que decido aceptar la pérdida porque, además, estoy entendiendo todo.
Efectivamente, mi padre sale de casa con varias bolsas, oigo cómo arranca el coche y se va.


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-Bueno, pues ya está por hoy. ¿Has notado alguna molestia? Muy bien, ya puedes enjuagarte, y ahora te damos cita para el próximo día-.

Estas frases me resucitan y vuelvo al presente, al de mi adultez, a las cuadrículas blancas que adornan el falso techo de la consulta y a la lámpara que me ha estado enfocando esta tarde como si yo fuera un espécimen a analizar.


Resulta que estoy en el dentista. Debo de llevar aquí una hora y media y, por alguna extraña asociación de ideas, he viajado desde el ruido del taladro en mi boca hasta aquella pobre familia que un día conocimos hace ya cuarenta y tantos años. Si lo que mi mente pretendía era zafarse del miedo al dentista, a fe que lo ha conseguido.
Salgo de la clínica como quien sale de su niñez, con la sensación de haber perdido todos mis juguetes. Tengo grabada la imagen de aquel señor tuerto y enfermo, aquel padre de familia perdido dentro de su gabardina y de su vida. Doy por sentado que él y su mujer eran mucho más jóvenes de lo que yo soy ahora y me alivia creer (me obligo a que me alivie, necesito creer) que aquella juventud les habrá concedido, quizás, ojalá, un futuro largo y un destino a su altura.

Ningún padre debería verse en la desesperación de no poder alimentar a sus hijos, y ningún hijo debería ver llorar a sus padres por ese motivo. 
Sigo admirando la educación y los modales que brillaban en la oscuridad de aquella nave, esa decencia que no entiende de clases sociales, y me reafirmo en que no hay mayor pobreza que la espiritual, porque es la que no tiene remedio.


Nunca olvidé aquel episodio, aunque no sé si lo he llegado a contar alguna vez. 
De camino a mi casa, con la memoria en carne viva y media boca anestesiada, me pregunto qué habrá sido de ellos, quiénes eran realmente, de dónde provenían y qué o quién les falló. 
De camino a mi casa, como el novicio Adso de Melk en la película, me pregunto cuál sería el nombre de la rosa, el de aquella niña tan mona que podría haber sido mi amiga, el nombre de sus padres, el nombre de todos ellos."




Sonia Serna San Miguel

(Segovia, junio de 2020)