lunes, 3 de octubre de 2022

ARCADIA (RELATO)




ARCADIA

En el zaguán de su casa pone la señora Arcadia una silla de enea, deja abierta la puerta que da a la calle y se sienta a ver la vida pasar. Las tardes son cálidas y la gente se anima a pasear. Como ella conoce a casi todos los que suben y bajan por su acera, no le faltan saludos y conversaciones.

-A mí esto me vale de mucho, ¿no sabes, hija? Esto me da la vida. El caso es que yo tengo mucha familia, pero vienen cuando pueden, tienen sus vidas, claro, yo lo comprendo…

En realidad no lo comprende, pero lo acepta, y deja colgadas sus frases mientras pierde su mirada, la que un día fue verde, en el zócalo algo desconchado del recibidor.

Arcadia tiene una memoria envidiable y una conversación ágil y amena, así que oír cómo hilvana recuerdos es un auténtico privilegio y un placer. Me cuenta que va a cumplir noventa años, que lleva viuda sesenta y tres y que ha criado a cinco hijos. Al ver que yo iba abriendo los ojos según mi mente hacía cálculos ha empezado a sonreír. Con su voz dulce me ha explicado que se casó a los dieciocho años con un señor de treinta y tres, un amigo de sus padres que quedó viudo con cinco críos.

-Bueno, me casé... Ya te imaginas. Me casaron mis padres, porque Juan, mi marido, era de una familia conocida del barrio y tenían cuatro perrillas, y en casa yo era una boca más a alimentar. A mí me acababa de dejar un novio que tenía, porque lo casaron con una chica de familia bien, así que era una forma de arreglar todos los descosidos. No me mires con pena, bonita, ya sabes que antes era así, y yo me hacía cargo de la situación. Juan era un buen hombre y yo una buena chica. Mis padres tan aliviados y todos en paz. Cuando yo tenía veintisiete años él falleció. Yo seguí criando a mis cinco hijos, porque para mí son mis hijos, aunque no llevan mi apellido, claro, llevan el de su madre. Me puse a trabajar en todas las casas que me salían. No sé cómo lo hice, pero los saqué adelante. Les ha ido muy bien a los cinco, gracias a Dios. Ya son muy mayores, alguno casi como yo, claro, pero viajan y disfrutan, y yo tan feliz de verlos así. Y ya está, bonita, no tengo mucho más que contar. Sí que me hubiera gustado aprender a conducir. ¡Ay, si yo hubiera tenido esa libertad! Habría conducido sin parar hasta el mar. Porque no conozco el mar. Mis hijos y mis nietos, por unas cosas o por otras, nunca me han podido llevar, y yo lo entiendo. Pero me traen revistas de otros países y novelas de aventuras, saben que me gusta leer. Mira cuántas tengo, me las dejan ahí...

Y Arcadia termina el resumen de su vida dejándome hundida en su conformidad, en su heroicidad invisible, en sus anhelos segados de raíz. Me he quedado tan callada que me he avergonzado de no encontrar una respuesta a la altura de lo que ella necesitaba oír.

Como si me hubiera leído el pensamiento, me ha cogido la mano y me ha dicho: "Tranquila, he sido más o menos feliz, tengo la conciencia en paz. Solo te lo he contado porque creo que te gusta escuchar. Oye, si te apetece café de puchero, está recién hecho en la cocina. Si no tienes prisa, nos tomamos uno aquí mismo, y mañana Dios dirá. ¿Te parece?".

En su zaguán hemos acoplado otra silla para mí y juntas nos hemos tomado un café lentísimo al ritmo del atardecer. Con la taza entre las manos me he estado preguntando cuántos cafés habrá hecho esta buena mujer a lo largo de su vida, cuántos platos habrá fregado una y otra vez, cuántos cabellos habrá peinado, cuántos guisos habrá cocinado, cuántas heridas habrá curado, un año, y otro, y otro más. Me pregunto cómo se premia tanta abnegación. También quisiera saber si alguna vez alguien le pidió perdón.

Y mientras yo me imaginaba a una Arcadia jovencilla soñando con ver el mar, un anciano se ha parado a saludar y a entregarle un ramito de hierbabuena que, por lo visto, le trae a menudo de su huerto. Me ha parecido que se conocen desde siempre, que se tienen mucho cariño y que en un ramito de hierbabuena caben muchas frases que no se llegan a decir. Se despiden con un mutuo “Cuídate mucho”, y el señor se va.

-No creas que él ha sido mucho más feliz que yo-, me dice Arcadia señalando al anciano que se aleja y mirándome de reojo con un gesto de picardía. Como he tardado un poco en atar cabos, se me ha adelantado en la conversación: 

-Sí, es él. También enviudó hace unos años. No tuvieron hijos, así que anda bastante solo. Bueno, siempre lo estuvo. Ya ves, unos me traen revistas y el otro hierbabuena. Pero no están. Tú me estás regalando tu tiempo y te estás tomando mi café. Estas cosas son la vida, la de verdad. Si vuelves otra tarde, me cuentas cosas tú a mí, que también me gusta escuchar.

Le he prometido volver y me he ido pensado en qué le voy a contar que no parezca una frivolidad al lado de sus noventa años de historia. Y qué historia. Pero supongo que eso en el fondo le da igual, que cualquier anécdota contada y escuchada con un poco de pasión es una gran aventura para quienes comparten sin prisas un café en un zaguán.


Sonia Serna San Miguel

Ilustración de Abel Jiménez Serna

(Segovia, junio de 2022)