lunes, 6 de noviembre de 2017

UN TENDERO ESPECIAL (MIS SONIADAS)

UN TENDERO ESPECIAL


“Uno de los recuerdos más entrañables que tengo de mi niñez son las visitas al pueblo de los tenderos ambulantes, no sólo los que venían al mercado de la plaza, sino los que tenían día propio para su mercancía: tal día venía el del pescado, tal día “el tío de la mantequilla”, tal día el frutero… y recorrían las mismas calles por el mismo orden para atender a su fiel parroquia. Eran tenderos profesionales, sabían qué necesidades faltaban por cubrir y traían buen género. Conocían los nombres y preferencias de cada cliente (casi todas mujeres) y se los consideraba como del pueblo aunque vinieran desde otras poblaciones. Vivían con la tienda a cuestas, no tenían estudios de marketing ni un coach que les enseñara a ser asertivos, diligentes, proactivos o resilientes.
Simplemente, conocían su oficio.

“-¿Sabes si ya está por ahí el del pescado?
-¡Sí, subía ahora por donde la iglesia…!”

Recuerdo estas conversaciones entre las mujeres que salían a la esquina de su calle a esperar la furgoneta correspondiente a cada día. Con dos o tres vecinas ya estaba formado el comité de recepción al tendero, y con dos o tres más que se unieran quedaba constituido el foro nada virtual de información local. No sólo se producía la transacción mercantil en sí misma, sino que se daba un intercambio de vecindad, de compañía, de cercanía.
Uno de los vendedores que mejor y con más cariño recuerdo es Pepe el frutero. Pepe no era sólo en aquella época nuestro proveedor de fruta; era, además, primo de mi madre y muy apreciado en mi casa, junto a Juliana, su mujer. Pepe y su romana balanceándose de izquierda a derecha son parte de los veranos de mi infancia, y con toda seguridad de la de otros niños que acompañaran a sus madres a hacer la compra para ayudarlas luego a llevar las bolsas a casa.

-“Toma, guapa, esta mandarina te la regalo yo”


Hoy ha sido el entierro de Pepe el frutero.

El pequeño cementerio de Madrona está tumbado a la intemperie castellana, rodeado de un campo llano y amarillo, tan solitario como el propio camposanto, y allí aguarda sereno, respetuoso y en silencio a las visitas eternas.

Hoy Pepe se ha ido con Juliana, porque vivir dos meses sin su dulce esposa era mucho vivir, y yo me quedo recordando al tendero familiar y amigo que con una sonrisa me regalaba mandarinas, sin saber él que en realidad me regalaba recuerdos.”


jueves, 2 de noviembre de 2017

BENDITA TORMENTA (MIS SONIADAS)







BENDITA TORMENTA

“Se veía venir. Tantos días seguidos de sol amarillo, tanta sonrisa en el cielo cuando ya no hay ganas de reír, tanta promesa eterna, tanta condescendencia humillante de un verano soberbio hacia un otoño cobarde, tenían que despertar al dios durmiente de las tormentas. Hoy al fin el cielo ha llorado, y lo ha hecho con las ganas contenidas de quien no ha gritado en mucho tiempo, teniendo tanto que decir.

Hoy, y por unos momentos, el otoño ha vencido su indecisión y me ha sorprendido por los ventanales, sin avisar, envuelto en un imponente abrigo de nubes grises y negras, del mismo color que los miedos y los desengaños, y con la misma carga insufrible del dolor. Apenas nos ha advertido con unos tímidos truenos y relámpagos y de inmediato ha descargado sin piedad, gritando una lluvia azul, afilada y fría que se clavaba en la tierra, llenándola de heridas de las que brotaba nuevamente el agua, y golpeando sobre coches y tejados para silenciar el bullicio delirante que provoca el calor.

Ya no hay sol, ni fiesta, ni promesas, ni horizonte, sólo la cantinela de un llanto continuo, y esta tromba de soledad suicida que se estrella contra el asfalto expiando así su pecado de no haber sabido llorar a tiempo.

Sigue la tormenta, y la fuerza de la lluvia hace que las gotas reboten hacia arriba apenas han tocado el suelo, como si la tierra las repeliera, y en su ascensión de nuevo a los cielos las gotas se alargan en forma de figurillas danzantes que bailan de puntillas sobre su propio charco. Parecen un ejército de ánimas azules de vuelta al paraíso después de haber vagado por el purgatorio. Las observo desde mi ventana, y con la mente, y por si acaso me escuchan, las animo a saltar más y más alto.

Hace ya un buen rato que perdí la noción del tiempo, y no me importa. Sigo mirando hipnotizada los bailoteos de la lluvia sobre los charcos hasta que observo que una de estas figurillas de agua se significa claramente del resto, toma forma casi humana y lo que parece la cabeza se gira hacia mí. Abro los ojos incrédula. Me ve, me mira, me sorprende espiándola y del sobresalto me echo hacia atrás, pero no la pierdo de vista, y enseguida comprendo que no me asusta; muy al contrario, quiero seguir mirándola. Me acerco de nuevo a la ventana y a la cabecilla de esta lengua de agua le adivino una cara y unos ojos negros que me miran sin pestañear. Su mirada me inmoviliza a la vez que me proporciona paz, una paz maravillosa, tanto que dejo de oír la tormenta.

Ahora llueve en silencio, truena en silencio y el mundo gira en silencio. La lengüecilla de agua se olvida de la gravedad, levita con unos dulcísimos contoneos y flota hasta colocarse justo detrás del cristal de mi ventana. Sus ojillos negros me siguen mirando, extiende lentamente una manita azul hacia mí y consigue atravesar el cristal como si éste no existiera. Yo sigo clavando mi mirada en la suya, en su transparencia, en su verdad, hasta que su mano de agua acaricia mi mejilla. Noto su humedad, fresca y vital, desde mis ojos hasta mis labios, y sé que esta extraordinaria criatura intenta consolarme por algo. Me asombra y conmueve de tal manera que necesito poner mi mano sobre la suya. Lo hago, llevo mi mano a mi mejilla,  y este ser celeste, etéreo y puro desaparece ante mis ojos, sin más, dejándome tan sola como perpleja, y en silencio.

Parpadeo por primera vez en muchos minutos mientras sigo notando humedad en mi cara y en mis ojos. No entiendo lo que está pasando. ¿Se ha deshecho la figurilla de lluvia al tocar mi cara? ¿Al tocarla yo, quizá? ¿He roto algún hechizo? ¿He hecho algo mal?

Miro por la ventana por si la bailarina de agua hubiera vuelto al otro lado del cristal, por si me siguiera mirando desde el otro lado de mi vida, y con mi mano aún en mi cara busco a la criaturilla en el charco. No es posible… ¿Qué charco? No hay charcos, el suelo está totalmente seco, no ha llovido en mucho tiempo; ni siquiera ha habido tormenta, es evidente. El cielo es de un azul reventón y el sol sigue siendo el rey. Vuelve a haber ruido, calor, gravedad y realidad.
No ha habido tormenta más que en mis sueños. Debo de haber estado llorando mientras dormía, o durmiendo mientras lloraba. Es la única explicación.
Entiendo la tormenta sin ruido, la lluvia que no cala, el sol que empapa y el hielo que abrasa, y esto me proporciona una calma absoluta, soy capaz de pensar con nitidez y me tomo mi plenitud espiritual como una bendición. La tormenta que he soñado ha arrastrado en su catarsis a todos los barros que se pegaban en mis zapatillas y manchaban mis huellas por el asfalto.

Consciente de todo, estoy a punto de alejarme de la ventana cuando en el alféizar veo un charco diminuto con dos piedrecitas negras en el centro. No sé por qué, pero no me sorprende.
Miro a las dos piedrecitas con ternura, sé que me miran, entiendo, sonrío, y libre, ligera y absuelta salgo a la calle a recorrer el lado seco de la tormenta.”



Sonia Serna San Miguel
(Segovia, 1 de noviembre de 2017)


lunes, 9 de octubre de 2017

ESTRELLAS DE OCTUBRE (MIS SONIADAS)






ESTRELLAS DE OCTUBRE


“No sé cómo he llegado hasta aquí. Son las seis de la mañana, aún es de noche y me sorprendo descalza y en pijama en medio del jardín. Es una madrugada de octubre magnífica, sin frío, sin calor, sin viento, sin clima, sin atmósfera, sin ruido… Sin ruido. Entonces, ¿qué me ha arrastrado hasta aquí a estas horas?

El bienestar es absoluto. La madrugada, el silencio, lo que la Luna me deja ver del jardín y yo. Los cuatro a solas, en maravilloso petit comité, hablando sin palabras, aunque en secreto me estoy preguntado, como la niña de las cacofonías, “y yo ¿qué hago aquí?”.

Miro a mi alrededor, peino con la vista todo mi dominio físico, respiro el silencio, escucho el orden del paisaje que no veo, vuelvo a respirar… hasta que mi cabeza, girándose hacia arriba, jalada por un hilo invisible y obedeciendo a una voz que yo misma no he oído, encuentra la respuesta a mi pregunta. Por supuesto, es tan evidente... Es una cita con ellas, las reinas, las que más brillan, el milagro hecho luz, puntitos de luz que son un milagro. Ahí están sus majestades las estrellas, en un desorden perfecto, decorando esta cúpula oscura y soberbia que es el firmamento sin el Sol. He pasado multitud de cielos nocturnos contemplando las estrellas, pero no recuerdo muchos como el de hoy, y empiezo a creer que estos seres celestes me han sacado de la cama para que admirara y no olvidara lo que nos arropa cada noche, lo que vela por nuestros sueños aun cuando no tenemos ánimos de soñarlos.
Quiero estar a la altura de semejante espectáculo e intento reparar en todas las estrellas, saludarlas una por una, fascinarme con todas por igual, hacerlas sentir importantes, echar de menos a las que no están y dar la bienvenida a las nuevas, si es que las hay, pero  me es imposible; apenas alcanzo a distinguir La Osa Mayor, que a estas horas se cuelga casi vertical hacia el noreste, con el mango hacia abajo; también me llama la atención un conjunto de estrellas que forman una figura curiosa, y doy por hecho que es la constelación de Libra, pero sólo porque soy incapaz de identificar cualquier otro grupo de astros.
También saludo a la Luna, que hoy luce impresionante, con un tamaño tan espectacular como su poderío para iluminar la oscuridad y sorprender a las sillas de jardín que hibernan en un rincón, al lado del rosal, obedientes, acopladitas unas a otras y batidas en retirada hasta la próxima primavera.

El cielo está impecable, limpio como una sábana recién sacudida, adornado sólo con estas luciérnagas mágicas que brillan hacia la Tierra, y no hacia el exterior, porque tengo la certeza de que hoy centellean en exclusiva para nosotros, para mí y para todas las personas soñadoras que esta madrugada hemos acudido en bandada a la llamada de estas criaturas tan románticas, ocupando balcones, ventanas y jardines en inconsciente y esperanzada búsqueda de respuestas.

He recordado viejos tiempos en los que algunos amigos nos tumbábamos a la intemperie en las noches de verano para cazar estrellas fugaces y poder pedir ese deseo milagroso que nos convertiría en seres absolutamente felices, y recordando aquellas noches de verano, ya tan lejanas, he paseado por mis propias estrellas fugaces, las que cumplieron sus promesas y las que no las van a cumplir jamás, las que vuelvo a ver cada noche en el cielo y las que se desintegraron para siempre contra la realidad, y entre astro y astro comprendo lo que está ocurriendo.

He tenido que salir a hablar con las estrellas para no olvidar su brillo ni el mío. Me han sacado de la cama para que no deje de creer en los milagros, o para que no deje de fabricarlos yo, para que siga soñando, para que salte hasta tocar La Osa Mayor, o la Luna, o el Sol.

Ahora lo sé, y me vuelvo, serena y descalza, con mis respuestas a la cama.”




Sonia Serna San Miguel

(Segovia, 9 de octubre de 2017)

miércoles, 20 de septiembre de 2017

POBRE, VIEJO MIGUEL (MIS SONIADAS)









POBRE, VIEJO MIGUEL


“El viejo Miguel viene todas las tardes a esta playa. Siempre. Incluso cuando llueve o hace viento acude a su cita con el mar, y aquí permanece hasta que se pone el sol. No se sabe mucho de este buen hombre, sólo que se llama Miguel, que siempre va solo y que hace años que se le ve envejecer al mismo ritmo con el que el mar le va comiendo la madera a aquel viejo balandro encallado en la arena.
Dicen en el pueblo que el viejo Miguel llegó hasta aquí en un barco pesquero “hace lo menos…cuarenta años”, cuentan sus vecinos. Nadie sabe más de él. Callado, trabajador, solitario, honrado, triste, muy triste. Miguel pasea esta tristeza perdido dentro de una chaqueta raída de color marrón, que seguramente un día fue de su talla, y se cubre con una melancolía espesa e indisimulable que le hace arrastrar su alma por donde quiera que va.

-“No le deis conversación, que no le gusta…”
-“¿Que a qué va a la playa? Vete a saber, no estará muy bien de la cabeza…”

No hay forma de saber más sobre este hombrecillo. Él no cuenta nada, y los más cotillas del lugar hace años que se cansaron de preguntarle en vano, así que es probable que lo poco que se conoce de él ni siquiera sea cierto. Miguel es, simplemente, ese viejo marinero que va todas las tardes a la playa para Dios sabrá qué. Tal vez sea simplemente un romántico, o un soñador, o un loco, o un hombre que no quiere hacerle compañía a la soledad de su casa o de su vida. Tal vez venga hasta aquí para olvidar, o para recordar, para pensar o para no tener que pensar.

Sea como fuere, el anciano no falta a su encuentro diario con la playa; se sienta sobre una pequeña roca y se queda mirando al mar como si esperara a alguien. Frente a las olas sus ojos se transforman, se tornan azules o grises, según el color del agua, y se olvida de pestañear, y contempla el paisaje con la fe absoluta de encontrar lo que está buscando, o de comprender lo que se está preguntando.

Hoy hace un día desapacible, frío y con lluvia, pero por allí viene el viejo marinero, puntual, con su chaqueta marrón, su paraguas y su perenne melancolía, ajeno a las dificultades con las que el clima le quiere amilanar. Ahí está el viejo loco, el pobre lobo de mar que se ahoga estando en tierra firme.

Es el mismo ritual cada día, en el mismo orden. Así ha sido siempre… Hasta hoy.

Lleva Miguel sentado unas dos horas cuando algo llama su atención, algo que brilla entre las olas con el poco sol que queda. Miguel se pone en pie, estira su flaco cuello hasta que el cuello se le acaba y tiene que ponerse de puntillas. Le cambian la mirada y la expresión, y el pobre diablo se lleva las manos a la cabeza mientras sonríe tan incrédulo como nervioso. Gesticula emocionado y se acerca hasta el objeto.

“¡Sin duda, es un milagro!”- grita para sus adentros el anciano.

Parece ser lo que ha estado esperando durante todos estos años. Es una botella de cristal con un papel dentro. El viejo loco abraza la botella en silencio, la mira, la besa, la vuelve a abrazar, da unos pocos pasos hacia atrás, hacia un lado, hacia el otro, vuelve a sonreír y mira al cielo mientras sigue abrazando la botella.
Se serena, o lo intenta, respira hondo y quita el tapón. Saca el mensaje con algo de dificultad porque las manos tiemblan de emoción y de ancianas. Con la botella aún en la mano izquierda lee el mensaje que sujeta su mano derecha. Lo vuelve a leer. Y una vez más, y otra, y otra…

Miguel ya no sonríe. Se queda inmóvil con la mirada perdida entre las olas y el rostro empapado por la lluvia y el fracaso. Miguel siente cómo su corazón se hace pedazos contra el oleaje. El naufragio es inminente.
Como el que sufre un desmayo, cae de rodillas sobre la arena y llora amargamente.

Una hora después, ya de noche, el viejo Miguel sigue arrodillado, la cabeza hacia abajo, hundido en su desolación, enajenado.
Al fin levanta la mirada, sus ojos sin color recorren lo que le rodea, como si nunca hubiera visto esta playa, y con dificultad pero con determinación se pone en pie y camina hacia las olas.

Con la botella en una mano y el mensaje en la otra Miguel y su misterio se pierden para siempre mar adentro.”



Sonia Serna San Miguel

(Segovia, 20 de septiembre de 2017)

miércoles, 2 de agosto de 2017

NUEVE ÁLAMOS Y UN PINO (MIS SONIADAS)





NUEVE ÁLAMOS Y UN PINO


“Estoy en la cama, más dormida que despierta, engullida por una embriaguez mental maravillosa, y sé que estoy resucitando de una especie de siesta, eso sí lo noto; sé que no puedo abrir los párpados de pura pereza y que me encanta no hacer ese esfuerzo; también sé, a pesar de esta dulce borrachera de sueño, que ahí fuera está empezando el verano, julio, creo, aunque ahora mismo estoy perdida en mi realidad, felizmente desubicada. Debo de haber dormido un buen rato, y no sé si estamos a día 2, a 3 tal vez, o si es lunes o jueves.

Tengo muy cerca una ventana que está abierta, y lo sé porque me están bendiciendo unas oleadas de aire fresco con una cadencia perfecta, como si alguien quisiera mantenerme adrede en un estado óptimo de confort, y a fe que lo está consiguiendo. A través de la ventana oigo el bailoteo que se traen las hojas de los árboles que, con toda seguridad, están ahí fuera, muy cerca del edificio, sea cual sea el edificio en el que estoy, porque en esto tengo una confusión importante.
Estoy flotando en mi propio cuerpo, tal es mi relajación, y no siento la menor necesidad de abrir un párpado.

A ver, qué hago con esta pereza… Dónde estoy y qué hora es… Tengo la ventana a mi izquierda, y sólo recuerdo esta distribución en un dormitorio en el que yo solía echarme la siesta, y era el de mis padres, en la casa en que vivíamos cuando yo era pequeña. Eran unas siestas forzadas y gruñidas, pero felices y despreocupadas, en unos veranos serenos. La luz blanca y tranquila se colaba en mi siesta a pesar de la persiana, tamizada por unos visillos también blancos que se movían suavemente al compás del airecillo de las tardes de estío. También se oían hojas de árboles y trinos de pajarillos, como ahora, pero mi madre me cantaba canciones para arrullarme, siempre, y ahora no oigo a mi madre, tampoco me está abrazando, así que estos deben de ser recuerdos muy lejanos. No. Ni soy pequeña ni estoy en aquella casa.

¿Es posible que estemos ya en la playa y que no me ubique en el nuevo dormitorio? No, no huele a salitre. ¿Me he quedado dormida en el sofá? ¿En el trabajo? ¿No iré dormida, soñando y roncando en un autobús? ¿Dónde demonios estoy pasando el verano, que estoy tan a gusto y oigo tantos árboles…?
Mis párpados empiezan a transparentar algo de luz. También comienzo a oír algunas voces aquí y allá.

-“Buenos días ¿Qué tal has descansado? Tengo que ponerte el termómetro y tomarte la tensión ¿vale?”.

La enfermera, mi abdomen vendado a trozos, mi mano con esparadrapo tapando una vía… ¡Pues claro, estoy en el hospital, cómo he podido evadirme tanto! Enigma resuelto. Me operaron ayer. Todo bien. Pronto iré a casa.

Un momento: ¿Y los árboles? ¿Los he soñado? No, porque sigo oyendo los “¡Buenos días a todos!” de sus hojas. Me levanto como puedo, me duele este no tener ya vesícula, y me asomo a la ventana.
¡Ahí están, son reales! Nueve álamos cuento desde aquí, y creo que hay incluso un pino. Nueve álamos altos, muy altos y elegantes, dispuestos en hilera e incluso yo diría que mirando hacia nosotros, como los integrantes de una coral. Ojalá se pudieran ver estos árboles desde todas las habitaciones.

Creo que todo esto tiene un fin, que este cielo azulón y castellano es cómplice de los cantantes del verde frac, y que se han propuesto aliviarnos la estancia.

También en los hospitales hay esperanza de verano, por qué no.”




Dedicado a todas esas personas que deberían estar disfrutando de las vacaciones y de la vida, pero las pasan en un hospital.


Sonia Serna San Miguel
(Segovia, 2 de agosto de 2017)


jueves, 22 de junio de 2017

ENTERRANDO A LA MUERTE (MIS SONIADAS)





ENTERRANDO A LA MUERTE


“Reconozco que esta mujer es para mí un misterio, y que me asombra, me inquieta y me desagrada a partes iguales. Quizás gane el desagrado, sinceramente.

La recuerdo siendo siempre adulta. Yo era niña y ya entonces ella era adulta, no joven ni adolescente, sino adulta. Yo era aún pequeña cuando ella ya pertenecía a ese estrato de personas a las que los niños de entonces llamábamos “de usted”. No sé si la vida le privó de las etapas de la infancia y de la juventud, pero yo diría más bien que esta rancia mujer nació adulta y antigua, mayor y pasada de moda; juraría incluso que nació con el pueblo, hace siglos, y a la vez que nuestros antepasados y que todo lo viejo y desgastado que aún pervive en esta comunidad. No me extrañaría que nadie recordara cómo ni cuándo apareció entre nuestras calles, como no me extrañaría que apareciera ya retratada en una amarillenta fotografía del siglo XIX.

Hace años que los demás hemos vivido, agotado y cerrado etapas, pero ella sigue conservando la misma apariencia de adulta gris y decadente por los años de los años; no es anciana ni vieja, ni creo que vaya a serlo nunca, y parece vivir del aire y del monótono rotar del sol y la luna, desafiando al paso sano y natural de la vida. Sus andares bastos y lentos la siguen desplazando por las calles del pueblo en busca de cotilleos recién horneados con los que alimentar su vacuidad mental. Su presencia por cualquier calle o esquina sigue teniendo algo de perturbadora, y su cuerpo, un embutido cilíndrico y desgarbado, mejor tratado por el paso de los inviernos que por ella misma, deja a su paso un olor desagradable a almidón y leña vieja. Algunos kilos de más y un puñado de cabellos ya blancos diferencian su figura actual de la de marras, porque el peinado y sus vestidos estrafalarios parecen los mismos, tan trasnochados entonces como ahora.  

Puedes pasar un tiempo sin encontrártela, o sin reparar en su presencia, pero si quieres verla, ve a un entierro, al que sea que haya en el pueblo, que allí estará, impertérrita, tiesa, perenne, como si de verdad sintiera esa muerte o cualquier otra. Su grotesca sombra pasea entre las tumbas como si fueran los pasillos de su casa, y cuando alguien muere es la primera en acudir ante los pobres dolientes para dar pésames a diestro y siniestro, intentando llorar con una sonrisa torcida y llena de huesos, y recitando una letanía tan fría y monótona como su propia vida.

“No somos nadie”, repite hasta la saciedad en cada entierro. Ella sí debe de ser alguien, probablemente en los infiernos, porque parece inmortal. Injustamente inmortal.

Mujer en blanco y negro, siempre esbozando una mueca inquietante como sacada de una estampa antigua, de un mundo que ya no existe.
Alcahueta indolente, no ha faltado a ningún funeral desde que la recuerdo. Allí ha estado siempre, en los entierros de abuelos, padres, hijos y nietos, amigos y vecinos, despidiendo a personas que no debieron irse, llorando a todos con el mismo número de lágrimas, en idéntico ritual, como si no merecieran más. Asiste a todos los funerales del pueblo, muerto tras muerto, sacerdote tras sacerdote, enterrador tras enterrador. 
Plañidera bobalicona, testigo de las trágicas mudanzas de los hogares a las tumbas, todos envejecemos menos ella. Quizás se nutra de los infortunios ajenos y por cada enfermo que visite o cada funeral al que acuda el diablo le premie con asistir al siguiente sepelio. Nos está enterrando a todos, ya no tiene familia y apenas le quedan conocidos. 

¿Quién irá a su entierro? ¿Quién va a los entierros de las personas que no tienen a nadie? ¿Quién va a estar allí para verlo, además del diablo?”


(Fragmento original de un relato)




Sonia Serna San Miguel

Otero de Herreros, 22 de junio de 2017


martes, 30 de mayo de 2017

ESPERANDO EN UNA SALA DE ESPERA (MIS SONIADAS)



ESPERANDO EN UNA SALA DE ESPERA




“Siempre me han dado pena las personas mayores que me encuentro en los hospitales, no lo puedo evitar, y no me refiero a las que están ingresadas por enfermedad, que también, obviamente, sino a los ancianos que veo en las salas de espera de las diferentes consultas, aunque simplemente estén ahí para hacerse un análisis rutinario de sangre, o aunque se trate de personas sanas, pero el caso es que me mueven a compasión sus miradas limitadas y perdidas, intentando descifrar los letreros de las distintas consultas mientras arrastran como pueden sus zapatos y sus años por los laberintos blancos de los pasillos, procurando no equivocarse de sala de espera o temiendo no llevar el papelito oportuno para el especialista correspondiente. Me dan la impresión de estar desubicados y de tener miedo a molestar si preguntan. Las personas mayores vagan por las consultas de los hospitales orando en silencio por que el médico les firme, al menos por hoy, aunque sólo sea por hoy, el salvoconducto de la salud para volver por fin a sus casas, a su rutina, a su descanso, y estas personas, a veces aún más agotadas que ancianas, me dan pena, una pena afable, una mezcla de conmiseración simpática y de tristeza.


Hoy estoy en la sala de espera de cardiología porque me tienen que hacer un electrocardiograma. Tengo cita a las once y llego holgada de tiempo. Hay muy poca gente esperando, y esta novedad me hace temer que me haya equivocado de sala, de día y de hora, pero no es así; simplemente parece que hoy voy a tener más suerte que otros días.

Enfrente de mí está sentado un matrimonio, o lo que yo supongo un matrimonio, de edad bastante avanzada. Él tiene los ojos claros y muy pequeños, perdidos en algún lugar entre las cejas y la nariz, como si se los hubiera dibujado un niño, y su mirada es infantil, pero sin brillo. El hombrecillo tiene aspecto cansado y desganado, y su figura está medio desmayada en la silla de plástico blanco, mirando sin ningún interés a las personas que van y vienen por el pasillo.

A su lado está sentada la que supongo que es su mujer, una señora con gafas anticuadas y mirada viva, muy erguida en su asiento, como no queriéndose perder nada de los pacientes que entran y salen de la consulta. Su cara es claramente más grande que la de su marido, como si ella tuviera un cráneo masculino o su marido tuviera proporciones faciales femeninas, o ambas cosas.

Me da la impresión de que los dos se han puesto sus mejores galas para venir al hospital. No llevan ropa buena, ni siquiera bonita, ni hacen juego unas prendas con otras, pero sí son lo suficientemente apropiadas como para evidenciar que se han esforzado todo lo que han podido por venir aseados, peinados y  decentemente arreglados, y eso es tener respeto y consideración hacia los demás, y sólo el hecho de que se hayan tomado esas molestias para venir hasta el hospital a emplear la mañana hace que ambos luzcan tan arregladitos como seguramente pretendían.


Pasa casi media hora y yo sigo esperando, es decir, llegar con tiempo de sobra no me ha servido de nada. Me pregunta la mujer que a qué hora tenía yo la consulta, y sacamos en conclusión que ellos van antes que yo. El hombrecillo masculla algo entre dientes, pero no entiendo lo que dice, y su mujer le manda callar, con codazo incluido. A ella sí la he entendido bien; en realidad, la hemos escuchado todos, porque somos muy pocos en la sala y no hay bullicio, amén de la buena voz que tiene la señora. Por la forma que tiene de ladear la cabeza cuando habla su mujer deduzco que el hombre no oye bien y que no ha comprendido a su señora, y por la nueva regañina de ella entiendo que la mujer tampoco tiene muy buen oído y que ni siquiera ha comprendido de qué se quejaba su marido. En definitiva, los dos ancianos se enzarzan en una pequeña discusión que ahora ya sí se escucha perfectamente y que me hace sonreír, porque los dos están diciendo lo mismo, casi con las mismas palabras, malentendido sobre malentendido, y además ninguno lleva razón; siento lástima por verlos discutir en vano, pero yo no me siento con fuerzas para desenredar el entuerto, y como ni se oyen ni se escuchan entre sí, sólo queda esperar que uno de los dos se dé por vencido y no replique más. Finalmente, el anciano, con una mueca ingenua que no ve su mujer, opta por callarse.


“¡Estos hombres, que no tienen paciencia para nada…!”- me dice la mujer con una sonrisa y abriendo mucho los ojos detrás de las gafas, para bostezar a continuación. “Ay, señor, sí que se hace pesado esperar, y desde que estamos levantados…”. Le digo que sí, que estas cosas son pesadas para todos, y aquí es cuando la buena señora me cuenta su peripecia de hoy hasta llegar a esta sala de espera, y resulta ser la misma peripecia de la señora que está sentada al fondo de la sala, que se ha unido a la conversación, y que hasta ahora sólo había sonreído ante las discusiones de este matrimonio.

Las dos mujeres me cuentan más o menos lo mismo, como lo mismo me contarían tantas personas que esperan o desesperan en las consultas del hospital. Resulta que este matrimonio vive en un pueblo que está a cincuenta y tantos kilómetros de la capital (me he molestado en comprobarlo en internet), y resulta también que esta no es la primera consulta que tenían hoy, sino que ya vienen de otra prueba que tenían a primera hora. Han venido en autobús desde su pueblo y, aunque no he entendido bien la hora, deben de haberlo cogido sobre las siete de la mañana. Para coger un autobús a las siete de la mañana tienes que haberte levantado más o menos sobre las seis. Son las doce de la mañana y aún no hemos entrado a la consulta ni el matrimonio, ni la señora del fondo ni yo.


Me pide perdón la mujer porque ha vuelto a bostezar y me comenta que cuando tiene que madrugar para estas cosas suele no dormir bien, pensando en que no le suena la alarma y pierden el autobús. Le digo que a mí me pasa lo mismo, y es cierto. Yo también tengo sueño, estoy cansada y aburrida de esperar, pero no tengo ochenta años, ni he venido en autobús, ni mi pueblo está tan lejos.


Por fin les toca el turno y el matrimonio entra en la consulta, para salir apenas cinco minutos después. Resulta que la prueba en sí es breve.

Le oigo decir al hombrecillo que qué hacen hasta que salga el autobús de vuelta, que falta una hora. De buena gana habría cogido mi coche y les habría llevado a su casa en ese momento porque, vuelvo a decirlo, me dan pena. Al irse se despiden amablemente de los tres que quedamos en la sala, y el señor me mira con sus ojillos escondidos y me dice: “Hasta siempre, señora”.

Seguramente será así, buen hombre. Hasta siempre.


Según se alejan intento adivinar quiénes serán realmente estas dos personas mayores que caminan del brazo, mitad por costumbre, mitad para sostenerse el uno al otro; quiénes serán estos dos personajes prácticamente anónimos e insignificantes para casi todo el mundo, excepto para un puñado de seres queridos, tan anónimos e insignificantes como ellos, como yo, como todos nosotros. Me pregunto si no tendrán hijos o nietos que pudieran haberlos evitado esta peregrinación absurda hasta el hospital; quizá no los tengan, o quizá no hayan querido molestarlos y hayan preferido vivir juntos esta aventura, que a fe que lo es. Ignoro si en su pasado habrán sido buenas personas, o si lo siguen siendo. Tal vez no; tal vez él sea un mal hombre, ella una mala mujer, malos padres y malos abuelos, y ambos sean un par de miserables. Me cuesta creerlo, pero las malas personas también envejecen.


Sean quienes y como sean, no se merecen pasar tantas horas de penitencia e incertidumbre, a veces incluso de soledad; no a su edad, y me da pena verlos alejarse torpemente, desorientados en su propia vejez, y perderse entre otros tantos pacientes, algunos tan ancianos como ellos, bien en pareja, bien en familia o deambulando solos, y casi todos con las miradas somnolientas buscando su sala de espera, rezando sin oraciones para que el haber madrugado y haberse acicalado con tanto esfuerzo y esmero sirva para salir de la consulta del médico con una buena noticia. 


Definitivamente los pierdo de vista. Me nombran por megafonía y entro a la consulta. Dentro de media hora, cuando yo ya esté sentada en mi casa escribiendo esto, ellos aún esperarán obedientes en la estación de autobuses. Deseo que no tengan que volver por el hospital en mucho tiempo.”





Sonia Serna San Miguel


(Otero de Herreros, 30 de mayo de 2017)









martes, 31 de enero de 2017

ENERO EN EL RÍO (MIS SONIADAS)



ENERO EN EL RÍO



Estamos a medio invierno, nos quedamos sin enero, y por fin oigo el caudal del río. El sonido que hace décadas era parte de este paisaje tan serrano como castellano se está convirtiendo, con el paso de los años, en una visita tardía, tímida, como si el agua pidiera permiso para sonar y deslizarse por un cauce desdibujado y seco de tanto esperar.

Hoy al fin se deshiela enero río abajo. El rumor del agua festejando sus paseos por el paisaje no es el bramido de otros años, pero siempre merece la pena detenerse a escucharlo. Las gotas de agua parlotean sin parar unas con otras mientras se afanan en brillar más que la de al lado o en ir más deprisa las de este grupito de aquí que las de aquél de allá. Salen de paseo a toda prisa, seguramente porque llevaban mucho tiempo esperando a lucirse, y pasan delante de nuestros ojos presumiendo de brillo y frescura, y con razón, porque oír la letanía de las procesiones del agua y mirar detenidamente su recorrido es uno de los espectáculos más hermosos y sedantes que nos regala la naturaleza.

Por estas fechas el caudal de mi vecino, el río Herreros, me advierte de que se mira, se oye, pero no se toca, porque el agua baja tan fría que te corta los dedos de la mano si te atreves a acariciarla, así que me obliga a disfrutar de estos brotes de vida desde el respeto. El mismo sol, que por estas fechas luce para esperanzarnos a todos con una cercana primavera, tiene que conformarse con brillar en la superficie del río, porque le vence la frialdad de sus aguas, las parlanchinas, presumidas y gélidas aguas de este pequeño arroyo que se instala con nosotros en invierno.

Hace un par de años, justo en enero, el rugido de las aguas era respetable, como enérgicas carcajadas que yo oía incluso sin abrir las ventanas. La fuerza de este sonido me llevó entonces a dedicarle estas palabras:




ENERO EN EL RÍO HERREROS

Por debajo del río se ahoga un intento,
un instante, un minuto, un segundo, un momento.
Por debajo del río se hunde un lamento,
un rayo, un suspiro, un mar, un lo siento.
Por debajo del río,  del río de enero,
agoniza un latido que muere de lento.
Por debajo del río, que sigue viviendo,
suspira la vida por ser como el viento.
Por debajo del río que todo lo arrasa
tropiezan las piedras que apenas avanzan.
Por debajo del río malvive  la vida,
la vida que muere porque el río la olvida.
Y olvida el río que sólo es arroyo,
orgullo de hielo, baldío en agosto.
El sol se desmaya a la orilla del río,
desmayo amarillo que llora de frío,
y el río se ríe de soles y eneros
y brilla y presume el río de Herreros.

(Otero de Herreros, enero de 2015)




De haber tenido que escribirlo en este enero de 2017, no lo habría hecho, o al menos no con estas frases, porque hoy apenas oigo el río desde mi casa, pero ya que somos vecinos desde hace tantos años, desde esta orilla y tiempo atrás desde la otra, he querido dedicarle un gesto de admiración, no vaya a ser que en algún deshielo desmedido se desoriente y aturdido venga a desbordarse y a anegar nuestras calles, o no vaya a ocurrir que quizá (y no sé qué sería peor) se nos canse y se seque para siempre.




Sonia Serna San Miguel
(31 de enero de 2017)