miércoles, 14 de septiembre de 2016

RETALES ANTIGUOS (MIS SONIADAS)






RETALES ANTIGUOS
(MIS SONIADAS)


Hoy me siento diferente y concisa (cosas del otoño; nada grave, supongo), así que para ser consecuente conmigo misma hoy cambio de tercio, y os muestro unos relatos muy breves que hace ya tiempo presenté a dos concursos, que no gané, vaya por delante, pero que fueron seleccionados y publicados en sendas recopilaciones.  Una de las condiciones de estos certámenes era que los relatos no podían ocupar más de 5 ó 6 líneas, no recuerdo bien.

En uno de los concursos se pedía escribir acerca de una figura femenina, y éste fue mi relato:

 EL VALOR DEL CAFÉ DE MI MADRE
Airada porque mi móvil no es tan rápido como quisiera acepto el café que mi madre me ofrece. La observo. Sé que le duelen las caderas, los años, el no haber estudiado, el no haber viajado, su temprana viudedad, su incipiente demencia... Pero me trae el café, y me sonríe, y sus ojillos grises me piden que no me enfade, que agradezca. Y yo admiro su valor, y le doy un beso.



En otro de los concursos se pedía escribir sobre una anécdota amable o cómica, y ésta fue mi propuesta:

 AQUEL DIA DE CLASE, EN EL ´85
El profesor nos regañaba con ganas. Según él no habíamos estudiado ni entendido sus clases de griego. El rojo de su cara crecía de forma directamente proporcional a la intensidad de sus gritos, que a su vez se multiplicaban ante nuestra aparente pasividad. Treinta y seis caras clavadas en aquel pobre hombre al borde de la lágrima.
- “Disculpe, es que éste es el COU de ciencias”.



Por último, y para dar la bienvenida a este otoño prematuro, os dejo otro relato, también breve, que escribí al comienzo precisamente de otro otoño, y que acabo de encontrar por aquí:

RECONOZCO QUE ME GUSTAS
Hace meses que te siento. Te he descubierto detrás del sol, mientras en verano me bañaba en la piscina; detrás de un árbol, mientras leía al atardecer; me has perseguido en mis paseos estivales, tapándome con nubes grises; te has escondido en mis refrescos helados, haciéndome desear un chocolate caliente. He visto tu sombra y olido tu agua. Por fin hoy me has visitado. Está bien. Pasa y acomódate. Reconozco que me gustas. Bienvenido, otoño.



Los relatos breves son formas diferentes de contar y leer historias,  aunque particularmente prefiero escribir sin reglas ni limitaciones, porque se escribe lo que se siente y se piensa, y ni sentimientos ni pensamientos tienen medidas, o no deberían tenerlas.

Creo que hoy no he podido ser más breve y diferente.
Feliz otoño a todos.


Sonia Serna San Miguel
(14 de septiembre de 2016)





jueves, 1 de septiembre de 2016

CON MIS RIZOS Y MI CARTERITA (MIS SONIADAS)






CON MIS RIZOS Y  MI CARTERITA
(MIS SONIADAS)



“En la mañanita del siete de septiembre, pero de hace cuarenta y cuatro años, Macu me escribía esa fecha en la primera hoja de mi nuevo y flamante cuaderno. Estaba siendo el verano de 1972 y yo tenía cuatro años, añitos, mejor dicho, vistos desde la atalaya de los que sumo ahora, y asistía a sus clases particulares, al igual que otros tantos niños del pueblo. Yo no sabía leer ni escribir, aún no iba a la escuela, y Macu, una adolescente con infinita paciencia de estudiante ilusionada, me enseñó a sacar del lápiz mis primeros trazos, letras y números rebeldes que no se dibujaban por donde mi manita quería, porque mis garabatos nunca han entendido mucho de disciplina, la verdad sea dicha, para agotamiento de los profesores que en los cursos posteriores se empeñaron en domármelos con cuadernos de caligrafía (lo siento, señor Rubio, pero no pudo ser).

De aquellos veranos recuerdo algunos detalles casi con perfección, o al menos con la perfección subjetiva que me ha llegado hasta ahora, la que ha sobrevivido al filtro de los años y a la memoria selectiva, y recuerdo sobre todo luz, claridad, mucha claridad, días de sol intensos y alegres que te agarraban de la mano y te hacían salir a jugar al corral, o a la puerta de la calle si no pasaban coches y prometías no alejarte. No sé qué se puede prometer con cuatro años, o qué fidelidad pretende obtener un adulto de la promesa de alguien tan pequeño, pero ahora comprendo que nuestras madres, sobre todo, y también algunos abuelos, a pesar de nuestras promesas de no alejarnos y de no hablar con extraños, harían mil interrupciones en sus tareas diarias para poder vigilarnos desde las ventanas cuando nos separábamos tres pasos de nuestras fachadas, aunque eso nosotros no lo sabíamos, y nos sentíamos libres, lo éramos, y con ese desconocimiento de ser observados transformábamos sin pudor nuestro corral, o el de nuestros primos, o vecinos, en un barco de piratas, en una pista de carreras para coches o en una escuela en la que el más mayor hacía de maestro. Y todo esto lo recuerdo con la luz de un sol blanco al que pocas veces he vuelto a ver en mi vida, quizás porque el blanco lo ponía nuestra inocencia. Eran veranos sencillos y eternos en un mundo lleno de mayores, porque casi todas las personas que conocíamos eran mayores que nosotros, muy mayores, por lo menos de ocho años de edad en adelante.

Los paseos de mi casa hasta el local que Macu convirtió en escuela los tengo difuminados, porque lo que realmente recuerdo es estar ya en clase, sentada en una sillita, con una pared a mi espalda, alguien sentado a mi izquierda y, unos alumnos más allá, la ancha puerta de la entrada, casi siempre abierta, mientras yo me peleaba con los palotes que salían de mi lápiz, que no me hacían caso y caían torcidos hacia cualquier dirección. También recuerdo sentirme muy pequeña al lado de los demás alumnos, casi todos mayores que yo, algunos incluso gigantes, gigantes importantes, porque sabían leer, escribir y hacer cuentas, y yo no.

Supongo que a estas clases me acompañaba mi madre, eso no lo recuerdo, pero me pregunto qué pensaría ella de esa niñita de rizos castaños, rizos tan rebeldes como su caligrafía, que le daba a ella una manita y que con la otra sujetaba orgullosa una carterita prácticamente vacía, rellena con poco más que un estuchito y un cuaderno que resonaban con el vaivén del brazo porque era una cartera rígida, de asa también rígido, que olía a nueva y a niñez, como sólo huelen las cosas que tocan los niños. Yo balanceaba risueña mis bártulos recién comprados porque eran mi primera cartera, mi primer cuaderno, mi primera ocupación, mi primera obligación. Ir a clase como los mayores… ¡Qué gran paso!, qué importante iba a ser todo a partir de entonces…
No sabíamos lo que era el futuro, evidentemente, no entendíamos ese concepto, ni falta que nos hacía, así que no era necesario planearlo, pero era obvio que el resto de nuestras vidas tendría que ser algo fabuloso, una sucesión de fiestas encadenadas, una partida eterna en un tablero de colores, un juego divertido alargado por siempre jamás -¿qué otra cosa, si no, podría ser la vida?-, y asistir a las clases de verano era parte de ese juego, así como aprender lo que no sabíamos para luego llegar a casa y dejar a nuestros padres boquiabiertos con nuestra sabiduría, mucho mayor por supuesto que la de nuestros hermanos pequeños. Éramos sólo niños, nada más.

Todo esto me viene a la mente, por no decir al corazón, ahora que empieza un nuevo curso escolar, y con él la ilusión y la esperanza que se tienen cada año de que semejante aventura transforme al alumno en una persona mejor. Crecemos con cada curso cuando somos alumnos, y volvemos a revivirlo como progenitores, o como docentes, y nos sorprendemos olisqueando los cuadernos nuevos y abriendo los estuches para emocionarnos con el espectáculo de los colores recién afilados; hojeamos los libros de texto como si nunca hubiéramos visto ninguno, como si no supiéramos ya cómo se hacen las sumas y las restas, y los forramos con la fe de que así conservarán por siempre la sabiduría y el brillo que sabemos que contienen.

Sí sé lo que pensaban mi madre o mi padre cuando me llevaban de la manita hasta las clases de Macu; lo sé desde que tengo hijos, y ahora comprendo que mis padres no vieran el sol tan luminoso como yo lo recuerdo, que sólo vieran un corral donde yo veía magia, y que supieran que el futuro no es un columpio colgado de las nubes que se mece infinitamente; ahora sé que ellos me llevaban al colegio por unos motivos que en ese verano no eran los míos, pero sí sé lo importante: que me llevaban a clase porque sabían que eso era bueno para mí, lo era en ese momento y lo sería para el futuro, y lo hacían como un acto de amor absoluto por el que los estaré eternamente agradecida.”









 Macu con sus alumnos en el verano de 1972 en Otero de Herreros (Segovia)






Sonia Serna San Miguel
(1 de septiembre de 2016)