"Me he instalado en un campo de
Segovia, en el piedemonte de la sierra de Guadarrama, donde las laderas pierden
inercia, prefieren ser campiña, y le regalan un remanso al río Moros. Estaré
aquí tres meses.
Es una tarde cualquiera, luce muy azul un
cielo que nadie mira y pían unos pájaros que nadie escucha, porque ahora aquí
no hay nadie.
Desde alguna parte arranca un camino que divide
el paisaje en dos para luego perderse a lo lejos, en silencio, como si nada. Este
camino hoy está solo y aburrido porque nadie lo ha utilizado, y se tiene que
conformar con las huellas del último tractor que lo recorrió. A veces le
despeinan los remolinos de viento y la arena se queda flotando unos segundos
sin saber muy bien dónde tiene que volver a caer. Pero el camino sigue ahí,
aunque nadie lo surque.
Sopla una brisa deliciosa que no acaricia
ningún rostro y el aire trae fragancias de libertad que nadie respira. Al menos hoy, no.
Las florecillas se afanan en adornar unas
veredas en las que nadie repara, y tejen alfombras de colores por las que nadie
se pasea. El sol regala rayos de vida a la piel que los quiera recibir, pero se
estrellan contra el suelo porque ahora no hay nadie para recogerlos.
Las mariposas despliegan en silencio su
belleza, y vuelan en círculos suaves llevadas por un vientecillo al que le da
miedo soplar. A veces el sol atraviesa sus alas y entonces el espectáculo es maravilloso,
pero nadie lo disfruta porque ahora aquí no hay nadie.
Batallones de girasoles se ponen de
puntillas para presumir de diademas amarillas, buscando una admiración que no
encuentran por más que se giren, y se tienen que conformar con sonreírle al
sol. Unas campanas tañen a lo lejos para que los pajarillos no se sientan solos
en sus trinos, y campanas y pajarillos se enredan en una melodía que se pierde
en un auditorio vacío, porque ahora no hay nadie que los pueda ovacionar.
Las hojas de los árboles se abanican unas
a otras suavemente. Sus sombras se proyectan en el suelo y bailan al compás de
los silbidos del viento. Bajo los álamos que hay junto al río se instala una
paz que no serena a ningún alma ni acuna ninguna siesta, paz desperdiciada,
porque ahora nadie se ha echado aquí a descansar. O a soñar.
De vez en cuando un avión atraviesa el
cielo y lo llena de arañazos para ubicar en el tiempo a los trigales y
riachuelos que han perdido la cuenta de los años transcurridos. También a lo
lejos las pacas de paja recuerdan con su empaquetado perfecto, como caramelos
gigantes lanzados desde el cielo, la mano del hombre.
En ocasiones bajan de la sierra algunas nubes negras, lloran unos minutos y se van. Las pocas nubecillas de hoy son blancas y pequeñas, y su minúscula sombra no llega al suelo. Están atravesando el cielo muy despacio, parecen despistadas, y acabarán por difuminarse, probablemente aburridas de no tener a quién aliviar del sol.
El campo entero se estira a lo largo y
ancho para dar cobijo a infinidad de prodigios. Se adapta sin rechistar a la
cadencia del cambio de estaciones y marca el ritmo de las vidas que alimenta. Lo
hizo en primavera y lo volverá a hacer en otoño, y luego en invierno, cuando
las primeras heladas endurezcan la tierra y el cielo se despida cada día con el
azul cobalto de los ocasos breves. Por la noche la luna rebotará en la nieve y
su reflejo creará figuras fabulosas en los caminos, en los árboles y en las
piedras, pero si no hay personas a las que sobrecoger, la magia será en balde.
La nieve se derretirá, será alimento de la
tierra y en silencio devolverá al paisaje la vida que protegía bajo su manto. Será
otro milagro sin testigos si ese día aquí no hay nadie para verlo.
Esto es un campo vivo y eterno, pero algo olvidado.
No hace tanto que labriegos y ganaderos trabajaban estas mismas tierras en
jornadas agotadoras, desde el lucero del alba hasta que el sol, compasivo, se
apagaba para obligarlos a descansar.
Aquí ahora no hay nadie, sólo estamos el
paisaje, sus pequeños habitantes silvestres, el ruido lejano de un motor y
yo.
No me he presentado. Yo soy el verano, y
pronto también me tendré que ir.
Os devuelvo amarillo el campo que recibí
con amapolas. Dejo segadas las eras y descansada la tierra, todo preparado para
nuevas cosechas. Os he llenado de zarzamoras los bordes de los caminos y os he regalado
cielos llenos de estrellas. He sacado de su letargo a plantas y animales que me
necesitan para vivir y les he alargado las horas de libertad.
Así tiene que ser.
Volveré a instalarme aquí un año más, y de
nuevo me recibirán las amapolas, las mariposas y las Perseidas, y volveré a
contároslo yo por si acaso nadie más lo hace.”
Sonia Serna San Miguel
(Segovia, agosto de 2021)