jueves, 22 de junio de 2017

ENTERRANDO A LA MUERTE (MIS SONIADAS)





ENTERRANDO A LA MUERTE


“Reconozco que esta mujer es para mí un misterio, y que me asombra, me inquieta y me desagrada a partes iguales. Quizás gane el desagrado, sinceramente.

La recuerdo siendo siempre adulta. Yo era niña y ya entonces ella era adulta, no joven ni adolescente, sino adulta. Yo era aún pequeña cuando ella ya pertenecía a ese estrato de personas a las que los niños de entonces llamábamos “de usted”. No sé si la vida le privó de las etapas de la infancia y de la juventud, pero yo diría más bien que esta rancia mujer nació adulta y antigua, mayor y pasada de moda; juraría incluso que nació con el pueblo, hace siglos, y a la vez que nuestros antepasados y que todo lo viejo y desgastado que aún pervive en esta comunidad. No me extrañaría que nadie recordara cómo ni cuándo apareció entre nuestras calles, como no me extrañaría que apareciera ya retratada en una amarillenta fotografía del siglo XIX.

Hace años que los demás hemos vivido, agotado y cerrado etapas, pero ella sigue conservando la misma apariencia de adulta gris y decadente por los años de los años; no es anciana ni vieja, ni creo que vaya a serlo nunca, y parece vivir del aire y del monótono rotar del sol y la luna, desafiando al paso sano y natural de la vida. Sus andares bastos y lentos la siguen desplazando por las calles del pueblo en busca de cotilleos recién horneados con los que alimentar su vacuidad mental. Su presencia por cualquier calle o esquina sigue teniendo algo de perturbadora, y su cuerpo, un embutido cilíndrico y desgarbado, mejor tratado por el paso de los inviernos que por ella misma, deja a su paso un olor desagradable a almidón y leña vieja. Algunos kilos de más y un puñado de cabellos ya blancos diferencian su figura actual de la de marras, porque el peinado y sus vestidos estrafalarios parecen los mismos, tan trasnochados entonces como ahora.  

Puedes pasar un tiempo sin encontrártela, o sin reparar en su presencia, pero si quieres verla, ve a un entierro, al que sea que haya en el pueblo, que allí estará, impertérrita, tiesa, perenne, como si de verdad sintiera esa muerte o cualquier otra. Su grotesca sombra pasea entre las tumbas como si fueran los pasillos de su casa, y cuando alguien muere es la primera en acudir ante los pobres dolientes para dar pésames a diestro y siniestro, intentando llorar con una sonrisa torcida y llena de huesos, y recitando una letanía tan fría y monótona como su propia vida.

“No somos nadie”, repite hasta la saciedad en cada entierro. Ella sí debe de ser alguien, probablemente en los infiernos, porque parece inmortal. Injustamente inmortal.

Mujer en blanco y negro, siempre esbozando una mueca inquietante como sacada de una estampa antigua, de un mundo que ya no existe.
Alcahueta indolente, no ha faltado a ningún funeral desde que la recuerdo. Allí ha estado siempre, en los entierros de abuelos, padres, hijos y nietos, amigos y vecinos, despidiendo a personas que no debieron irse, llorando a todos con el mismo número de lágrimas, en idéntico ritual, como si no merecieran más. Asiste a todos los funerales del pueblo, muerto tras muerto, sacerdote tras sacerdote, enterrador tras enterrador. 
Plañidera bobalicona, testigo de las trágicas mudanzas de los hogares a las tumbas, todos envejecemos menos ella. Quizás se nutra de los infortunios ajenos y por cada enfermo que visite o cada funeral al que acuda el diablo le premie con asistir al siguiente sepelio. Nos está enterrando a todos, ya no tiene familia y apenas le quedan conocidos. 

¿Quién irá a su entierro? ¿Quién va a los entierros de las personas que no tienen a nadie? ¿Quién va a estar allí para verlo, además del diablo?”


(Fragmento original de un relato)




Sonia Serna San Miguel

Otero de Herreros, 22 de junio de 2017