miércoles, 16 de noviembre de 2016

CIEN TAZAS DE TÉ (MIS SONIADAS)






CIEN TAZAS DE TÉ



“Algún día me dedicaré a coleccionar tazas de té, esas tacitas de exquisita porcelana con dibujos victorianos y que tienen a juego platos, teteras y azucareros. Las coleccionaré de forma compulsiva y recorreré mercadillos y bazares hasta encontrar al menos un centenar de ellas que sean diferentes entre sí. Las quiero de todos los colores y dibujos posibles, siempre y cuando sean, como mínimo, bellas, y sabré qué tacita comprar porque desde el expositor me llamará, mi corazón se girará, y cuando la haya observado unos segundos yo ya no seré la misma que cuando entré en la tienda, seré un poquito más feliz; la pequeña pieza de artesanía me habrá conmovido y me la tendré que llevar, porque mi alacena también la estará esperando.

Algún día coleccionaré tazas de té, tendré por lo menos cien, y beberé en ellas café, porque el té no me gusta, es más, encuentro una enorme desproporción entre la elegancia estética de una taza de té y la simpleza del brebaje de hierbas con que se la llena, y tanto es así que creo que el esfuerzo artesano y estético que se emplea en crear una de esas piececillas es intencionado, para compensar la ordinariez del caldo de color indeterminado, incluso sospechoso, que resulta de cocer unas hojas casi amargas; es decir, es un engañar nuestro apetito para que bebamos entusiasmados ese jarabe de, y esto no lo dudo, saludables propiedades, pero al que tenemos que adecentar, además, con miel, limón, leche o cualquier otro alimento de mayor estatus, de los que se bastan por sí mismos. Dado que no siempre tengo a mano el poderío de un limón, un tarrito de dorada miel o cualquier otra maravilla culinaria que pueda mejorar el té, elijo tomar café.

Algún día coleccionaré tazas de té de colores y prepararé entusiasmada cada tarde un café intenso y humeante, que verteré en lentas cascadas en el seno de la pequeña vasija. Al fin el café le habrá dado sentido a la taza y la taza le habrá dado un hogar al café; lo acompañaré con deliciosas galletitas de mantequilla y será el momento de sentarse a conversar con la taza, con el café, con las galletitas y con quien el destino tenga a bien enviarme como compañía. Me sentaré serena y conscientemente junto a una ventana desde la que observar todas las caídas de hoja que me regalen los años, y me beberé con delirio mi propio otoño, muy despacio, sin prisa, ignorando el acecho del invierno, y dedicaré a esta ceremonia cada una de mis tardes.
Adoraré ese otoño que me obligue a meterme en casa y a contemplarlo desde mi sillón, con un café caliente entre las manos y una conversación amiga rescatada de la tarde anterior en la que hubo otro café, otro caer de hojas, otro sol resbalando por el oeste, otro estirar la vida sorbo a sorbo, sueño a sueño, no sea que nos sorprenda el invierno sin haber atizado nuestro hogar.

Algún día me dedicaré a contemplar, simplemente, y a escuchar, a observar, a intentar comprender y a hacer teteras y teteras de café, quizás algún día incluso chocolate, y lo haré porque tendré tiempo y ganas, también necesidad. Me deleitaré con mi dulce colección de tazas y piezas de porcelana, frutos perennes de mi alacena que no perderán los colores porque no entenderán de estaciones, y las compararé con las hojas que en mi jardín yacen temerosas de que una nevada las sepulte para siempre. Pondré mi música favorita y al abrigo del fuego en la chimenea conversaré feliz con esas personas sin las que el caer sucesivo de hojas durante tantos años no habría tenido sentido. Hablaremos de lo que hicimos, de lo que no hicimos, de lo que callamos, de lo que dijimos, de lo que fue, de lo que se malogró, de lo que se cumplió y de lo que no se tenía que haber cumplido. 
Un sorbo de café, un mordisco a una galleta, unos minutos para hablar del libro que acabamos de leer, otros minutos más para contar nuestro fin de semana, un recuerdo envenenado para el antipático que nos atendió aquel día…y con cada tema, sin darnos cuenta, comprenderemos, dudaremos, acusaremos sin remedio y absolveremos con piedad, y volveremos a soñar, a planear, a equivocarnos y a acertar, a amar y a pecar, y querremos subir a los cielos esquivando los infiernos. Nos acompañarán los que hace tiempo que ya no nos acompañan, y estarán sentados con nosotros porque su recuerdo nos completa, y no invitaremos a los que no deben estar.
El ruido de las tazas al reposarlas sobre el platito, los chasquidos del fuego joven y rebelde, los truenos, quizás, ojalá, de alguna tormenta, unas nubes negras indultándonos a su paso, el aroma del café pintando los cristales y prometiendo eternidad…Todo se confabulará para hacernos creer que no nos hemos equivocado de fiesta, que este ritual era necesario, que poco más podríamos desear, que tal vez la felicidad sea esto, y que todos merecemos a alguien con quien disfrutar de una taza con dibujitos para celebrar el abrazo del otoño.

Algún día me dedicaré a coleccionar hermosas tazas de té, y tal vez debería empezar ya.”




                                                                                                            
Sonia Serna San Miguel
(16 de noviembre de 2016)


miércoles, 14 de septiembre de 2016

RETALES ANTIGUOS (MIS SONIADAS)






RETALES ANTIGUOS
(MIS SONIADAS)


Hoy me siento diferente y concisa (cosas del otoño; nada grave, supongo), así que para ser consecuente conmigo misma hoy cambio de tercio, y os muestro unos relatos muy breves que hace ya tiempo presenté a dos concursos, que no gané, vaya por delante, pero que fueron seleccionados y publicados en sendas recopilaciones.  Una de las condiciones de estos certámenes era que los relatos no podían ocupar más de 5 ó 6 líneas, no recuerdo bien.

En uno de los concursos se pedía escribir acerca de una figura femenina, y éste fue mi relato:

 EL VALOR DEL CAFÉ DE MI MADRE
Airada porque mi móvil no es tan rápido como quisiera acepto el café que mi madre me ofrece. La observo. Sé que le duelen las caderas, los años, el no haber estudiado, el no haber viajado, su temprana viudedad, su incipiente demencia... Pero me trae el café, y me sonríe, y sus ojillos grises me piden que no me enfade, que agradezca. Y yo admiro su valor, y le doy un beso.



En otro de los concursos se pedía escribir sobre una anécdota amable o cómica, y ésta fue mi propuesta:

 AQUEL DIA DE CLASE, EN EL ´85
El profesor nos regañaba con ganas. Según él no habíamos estudiado ni entendido sus clases de griego. El rojo de su cara crecía de forma directamente proporcional a la intensidad de sus gritos, que a su vez se multiplicaban ante nuestra aparente pasividad. Treinta y seis caras clavadas en aquel pobre hombre al borde de la lágrima.
- “Disculpe, es que éste es el COU de ciencias”.



Por último, y para dar la bienvenida a este otoño prematuro, os dejo otro relato, también breve, que escribí al comienzo precisamente de otro otoño, y que acabo de encontrar por aquí:

RECONOZCO QUE ME GUSTAS
Hace meses que te siento. Te he descubierto detrás del sol, mientras en verano me bañaba en la piscina; detrás de un árbol, mientras leía al atardecer; me has perseguido en mis paseos estivales, tapándome con nubes grises; te has escondido en mis refrescos helados, haciéndome desear un chocolate caliente. He visto tu sombra y olido tu agua. Por fin hoy me has visitado. Está bien. Pasa y acomódate. Reconozco que me gustas. Bienvenido, otoño.



Los relatos breves son formas diferentes de contar y leer historias,  aunque particularmente prefiero escribir sin reglas ni limitaciones, porque se escribe lo que se siente y se piensa, y ni sentimientos ni pensamientos tienen medidas, o no deberían tenerlas.

Creo que hoy no he podido ser más breve y diferente.
Feliz otoño a todos.


Sonia Serna San Miguel
(14 de septiembre de 2016)





jueves, 1 de septiembre de 2016

CON MIS RIZOS Y MI CARTERITA (MIS SONIADAS)






CON MIS RIZOS Y  MI CARTERITA
(MIS SONIADAS)



“En la mañanita del siete de septiembre, pero de hace cuarenta y cuatro años, Macu me escribía esa fecha en la primera hoja de mi nuevo y flamante cuaderno. Estaba siendo el verano de 1972 y yo tenía cuatro años, añitos, mejor dicho, vistos desde la atalaya de los que sumo ahora, y asistía a sus clases particulares, al igual que otros tantos niños del pueblo. Yo no sabía leer ni escribir, aún no iba a la escuela, y Macu, una adolescente con infinita paciencia de estudiante ilusionada, me enseñó a sacar del lápiz mis primeros trazos, letras y números rebeldes que no se dibujaban por donde mi manita quería, porque mis garabatos nunca han entendido mucho de disciplina, la verdad sea dicha, para agotamiento de los profesores que en los cursos posteriores se empeñaron en domármelos con cuadernos de caligrafía (lo siento, señor Rubio, pero no pudo ser).

De aquellos veranos recuerdo algunos detalles casi con perfección, o al menos con la perfección subjetiva que me ha llegado hasta ahora, la que ha sobrevivido al filtro de los años y a la memoria selectiva, y recuerdo sobre todo luz, claridad, mucha claridad, días de sol intensos y alegres que te agarraban de la mano y te hacían salir a jugar al corral, o a la puerta de la calle si no pasaban coches y prometías no alejarte. No sé qué se puede prometer con cuatro años, o qué fidelidad pretende obtener un adulto de la promesa de alguien tan pequeño, pero ahora comprendo que nuestras madres, sobre todo, y también algunos abuelos, a pesar de nuestras promesas de no alejarnos y de no hablar con extraños, harían mil interrupciones en sus tareas diarias para poder vigilarnos desde las ventanas cuando nos separábamos tres pasos de nuestras fachadas, aunque eso nosotros no lo sabíamos, y nos sentíamos libres, lo éramos, y con ese desconocimiento de ser observados transformábamos sin pudor nuestro corral, o el de nuestros primos, o vecinos, en un barco de piratas, en una pista de carreras para coches o en una escuela en la que el más mayor hacía de maestro. Y todo esto lo recuerdo con la luz de un sol blanco al que pocas veces he vuelto a ver en mi vida, quizás porque el blanco lo ponía nuestra inocencia. Eran veranos sencillos y eternos en un mundo lleno de mayores, porque casi todas las personas que conocíamos eran mayores que nosotros, muy mayores, por lo menos de ocho años de edad en adelante.

Los paseos de mi casa hasta el local que Macu convirtió en escuela los tengo difuminados, porque lo que realmente recuerdo es estar ya en clase, sentada en una sillita, con una pared a mi espalda, alguien sentado a mi izquierda y, unos alumnos más allá, la ancha puerta de la entrada, casi siempre abierta, mientras yo me peleaba con los palotes que salían de mi lápiz, que no me hacían caso y caían torcidos hacia cualquier dirección. También recuerdo sentirme muy pequeña al lado de los demás alumnos, casi todos mayores que yo, algunos incluso gigantes, gigantes importantes, porque sabían leer, escribir y hacer cuentas, y yo no.

Supongo que a estas clases me acompañaba mi madre, eso no lo recuerdo, pero me pregunto qué pensaría ella de esa niñita de rizos castaños, rizos tan rebeldes como su caligrafía, que le daba a ella una manita y que con la otra sujetaba orgullosa una carterita prácticamente vacía, rellena con poco más que un estuchito y un cuaderno que resonaban con el vaivén del brazo porque era una cartera rígida, de asa también rígido, que olía a nueva y a niñez, como sólo huelen las cosas que tocan los niños. Yo balanceaba risueña mis bártulos recién comprados porque eran mi primera cartera, mi primer cuaderno, mi primera ocupación, mi primera obligación. Ir a clase como los mayores… ¡Qué gran paso!, qué importante iba a ser todo a partir de entonces…
No sabíamos lo que era el futuro, evidentemente, no entendíamos ese concepto, ni falta que nos hacía, así que no era necesario planearlo, pero era obvio que el resto de nuestras vidas tendría que ser algo fabuloso, una sucesión de fiestas encadenadas, una partida eterna en un tablero de colores, un juego divertido alargado por siempre jamás -¿qué otra cosa, si no, podría ser la vida?-, y asistir a las clases de verano era parte de ese juego, así como aprender lo que no sabíamos para luego llegar a casa y dejar a nuestros padres boquiabiertos con nuestra sabiduría, mucho mayor por supuesto que la de nuestros hermanos pequeños. Éramos sólo niños, nada más.

Todo esto me viene a la mente, por no decir al corazón, ahora que empieza un nuevo curso escolar, y con él la ilusión y la esperanza que se tienen cada año de que semejante aventura transforme al alumno en una persona mejor. Crecemos con cada curso cuando somos alumnos, y volvemos a revivirlo como progenitores, o como docentes, y nos sorprendemos olisqueando los cuadernos nuevos y abriendo los estuches para emocionarnos con el espectáculo de los colores recién afilados; hojeamos los libros de texto como si nunca hubiéramos visto ninguno, como si no supiéramos ya cómo se hacen las sumas y las restas, y los forramos con la fe de que así conservarán por siempre la sabiduría y el brillo que sabemos que contienen.

Sí sé lo que pensaban mi madre o mi padre cuando me llevaban de la manita hasta las clases de Macu; lo sé desde que tengo hijos, y ahora comprendo que mis padres no vieran el sol tan luminoso como yo lo recuerdo, que sólo vieran un corral donde yo veía magia, y que supieran que el futuro no es un columpio colgado de las nubes que se mece infinitamente; ahora sé que ellos me llevaban al colegio por unos motivos que en ese verano no eran los míos, pero sí sé lo importante: que me llevaban a clase porque sabían que eso era bueno para mí, lo era en ese momento y lo sería para el futuro, y lo hacían como un acto de amor absoluto por el que los estaré eternamente agradecida.”









 Macu con sus alumnos en el verano de 1972 en Otero de Herreros (Segovia)






Sonia Serna San Miguel
(1 de septiembre de 2016)



lunes, 29 de agosto de 2016

EN EL DESVÁN DEL CASTILLO (MIS SONIADAS)






EN EL DESVÁN DEL CASTILLO
(MIS SONIADAS)

“Este castillo tiene desván, y lo acabo de descubrir. He llegado hasta aquí hipnotizada por una luz mortecina y lejana que me ha hecho subir decenas de incómodos y empinados escalones, tan deprisa que creo que los he subido de dos en dos, y tan absorta iba en esta carrera por no perder el hilo luminoso reflejado en la pared, que he dejado atrás a mis compañeros, no los oigo,  nadie sube ni baja ya por estas escaleras, y sé que no recordaré en qué momento he cambiado de dirección mientras subía por el torreón.
Cuatro zancadas más y los escalones se han acabado, no hay más castillo, y estoy sola en esta enorme y destartalada estancia, oscura y vieja, y veo que nadie más me ha seguido. Sé que no puedo estar más arriba de lo que estoy, noto la altura sin verla, y a través de las vigas de madera del techo, y de un par de ventanucos a medio tapar por las telarañas y el paso del tiempo, se asoman trocitos azules del cielo, el mismo que he dejado ahí fuera antes de adentrarme en este enorme castillo. El cielo luce hoy más intenso que nunca, rezuma vida, pero aquí dentro los cuatro rayos celestes que salpican el techo y las ventanas son la única nota de color; este trasluz sombrío huele a letargo y tristeza, a mucha tristeza.

Me detengo sorprendida por este descubrimiento. ¡Un desván en el castillo! No se me había ocurrido que los castillos pudieran tener desvanes, o sobrados, o altillos, o doblados, o trasteros. Se supone que todo castillo que se precie debe acabar en almenas, torres de vigilancia, tejados, quizás algún que otro pasadizo, una habitación secreta o alguna suerte de estancia imperial. Pero aquí hay un desván en toda regla, plebeyo y mundano como no podría imaginar, asombrosamente alto, todo de madera, aunque no acaba aquí mi sorpresa; resulta que el desván está lleno de trastos, muebles viejos, antiguas maletas, cofres, botellas vacías, ropa asomando como puede entre las telarañas de aquel arcón, feas muñecas sin pelo, con las cuencas de los ojos vacías, zapatos de diseño tan humilde que no se sabe si son de hombre o de mujer, cuadros con retratos de gente anónima, cachivaches de hierro y madera a los que me siento incapaz de adjudicarles un uso…en fin, el desván está lleno de los restos de la vida de una familia, o de varias, no lo sé, pero todo esto debió de ser importante para alguien, algún día, en algún momento de su existencia, y aquí sigue este montón de enseres como si nunca hubieran sido útiles, como si no tuvieran la suficiente categoría como para, al menos, estar ordenados, limpios, colocados, tenidos en cuenta, en definitiva. Aquí languidecen, testigos de una época tan lejana o tan cercana como queramos considerarla, tan importante o tan intrascendente como la sintamos, pero aquí sobrellevan esta muerte injusta y eterna que es el olvido, arropados con polvo, telarañas e indiferencia, mientras todos los demás muebles y objetos nobles del castillo lucen como tesoros en las demás plantas visitables de la fortaleza, para fascinación de quien tenga a bien obsequiarlos con su asombro.

¿Por qué todos estos recuerdos se merecen no ser vistos ni admirados? ¿Por qué están castigados en este palomar sucio y oscuro, con la única compañía de esa pobre lechuza que me mira desde lo más alto del desván, tan perpleja de verme a mí como yo de verla a ella? ¿Por qué no se llega a esta estancia como no sea que te empeñes en perderte, como he hecho yo, por el castillo?

Sigue el silencio, sólo interrumpido por mis pasos sobre el suelo de madera, astillado y descuidado de una forma cruel, y que amenaza con abrirse bajo mis pies si me acerco a una especie de dibujo circular que hay en el centro. Me detengo ante el círculo, enorme y difícil de rodear, y miro hacia arriba buscando a la lechuza. Por un momento he imaginado que la muy malvada se iba a posar en el centro del dibujo para hundirlo a mi paso con la ayuda de sus escasos gramos, tal vez por ser la guardiana inmortal de los fantasmas que, de esto estoy convencida, se reúnen en este mismo sitio por las noches, probablemente para lamentarse del infortunado destino que en su día tuvieron sus vidas y ahora sus pertenencias. Pero la lechuza no se ha movido de su viga, permanece impasible ahí arriba, aunque me ha seguido con la cabeza, ahora girada totalmente sobre su espalda.
Le he dicho con la mirada que no quiero molestar, pero que voy a bordear el círculo para llegar a todos los muebles y trastos apilados que hay al otro lado del desván. Así lo hago, y al ver de cerca todo este mercadillo de objetos variopintos y sucios mi imaginación ha querido encontrar una explicación a este entierro sin plañideras ni bendiciones, injusto y despiadado: es posible que todos estos trastos pertenecieran a desgraciadas almas inocentes que habitaran por estos lares en el momento equivocado, protagonistas de anodinas historias palaciegas indignas de pasar a la historia.
Tal vez ese vestido, que en su día seguramente fue blanco, perteneciera a una desdichada muchacha del servicio, quien engañada y chantajeada vino hasta aquí para satisfacer los inconfesables vicios de algún noble, probablemente el dueño de alguno de los trajes que lucen impolutos en las vitrinas de la primera planta.
O tal vez esa muñeca sin ojos, de tacto rígido y aspecto pobre, perteneciera a la hijita de la chica de servicio, esa hijita que quizás naciera de la relación no consentida con el noble de aspecto regio, mientras que los juguetes primorosos y casi perfectos que podemos ver en el segundo piso pertenecieran a los hijos legítimos del citado caballero.
Quizás esas toscas botellas de vino vacías y esas copas de basto cristal pertenecieran a esa pareja de empleados del castillo, el criado y la costurera, por ejemplo, que subieran a escondidas y con miedo hasta este rincón olvidado de la casa a jurarse amor eterno, mientras que la cristalería fabulosa que el criado limpiaba día tras día, ésa compuesta de vasos de los que nunca el pobre osaría beber, es la que luce maravillosa en el comedor que podemos visitar a mano derecha, según se entra al castillo.
O quién sabe, incluso, si alguno de estos arcones no contiene las pruebas de aquel crimen horrendo y cobarde que cometiera su majestad el rey, el obispo o el chambelán, enamorado de la humilde costurera, al sorprender a ésta con el criado en sus apasionadas demostraciones de amor en este escondite del castillo- ¡su propio castillo!-, traición imperdonable por la que ordenara encerrar en eterna condena todo recuerdo de los desdichados amantes.
Es posible que el descolorido caballito de juguete se balancee por las noches cuando su pequeña dueña, párvula por los siglos de los siglos, se atreva a jugar sin ser molestada por impertinentes visitas como la mía.
También es posible que la ojijunta lechuza sea la víctima de un hechizo y que en realidad se trate, por ejemplo, del ama de llaves que facilitaba y consentía los encuentros prohibidos entre los amantes que hubiera en la corte, y que por tales favores acabase condenada a la peor de las maldiciones, que es tener alas sin cielo por dónde volar, saltando así, penitente, de viga en viga por toda la eternidad.


“¡Anda, estabas aquí!”-me sobresalta alguien desde la entrada al desván, cerrando de un manotazo el libro mental de mi historia inventada. Lástima, porque estaba a punto de abrir uno de los cofres. No me hubiera visto nadie, sólo la lechuza, y quizás las almas dueñas de todos estos recuerdos, porque no creo que hayan querido irse del desván, creo que aquí siguen, probablemente porque ya no tienen a dónde ir.”




Sonia Serna San Miguel
(28 de agosto de 2016)

miércoles, 13 de julio de 2016

AZAFRÁN Y PIMENTÓN (MIS SONIADAS)





AZAFRÁN Y PIMENTÓN

"Hoy huele a vísperas de invierno, a esa ola de frío que nos recoge en nuestras casas cada año, y me he levantado con la necesidad de preparar mi hogar para hibernar. Como la leña ya ha tomado posiciones en el trastero esperando la orden de arder en la chimenea, hoy  directamente me he atrincherado en la cocina, y he empezado por los fogones, los que no tengo porque un día se impuso la vitrocerámica. La idea es acondicionar todos nuestros sentidos, camelarlos poco a poco para disfrutar de lo que está por llegar, predisponernos a lo irremediable, porque necesitamos decorar nuestra realidad con todo lo que tengamos a mano para sentirnos a gusto en ella. Y qué mejor que empezar por la comida.

Incapaz a estas alturas de noviembre de tomarme un gazpacho o una ensaladilla rusa, desde esta madrugada tengo puesto a fuego lento un invernal guiso de judías pintas. Están bailoteando con la receta que siempre vi hacer en casa, pero ante las dudas que mi madre, por desgracia, ya no me puede resolver, y las que internet se ha negado hoy a aclararme, he decidido aderezarlas con un generoso festín de pimentón de La Vera y azafrán. Por si acaso. El resultado es un puchero entrañable, un hervidero rojo, humeante, con borbotones perezosos que no se rinden. El olor del azafrán caliente se ha colado por todas las habitaciones, a pesar de la insistencia inicial del ajo y de la cebolla, incluso del laurel, pero no pueden con los estigmas de esta flor, esta Crocus sativus, de aroma y propiedades incontestables.
Levanto la tapa de la cacerola y rápidamente se me acopla una mascarilla de vaho por toda la cara, y lo agradezco como se agradece un radiador en los riñones cuando estás muerto de frío. Huele como tiene que oler, a calor, a sabroso, a querer compartirlo, a abrazo de alguien que realmente te quiere abrazar; huele a que te alegras de que haga frío para poder comer caliente. Huele a guiso de judías pintas con toque de azafrán. 

Lo pruebo y me gusta. No sé cuánto mejor puede cocinarse, pero no me importa, me basta con este resultado porque es el justo para ponerle buena cara al día de hoy, y seguramente al de mañana, y a todo el invierno. Me basta para enlazar con todos los guisos de los que durante años dimos buena cuenta gracias a mi madre y, más en mi niñez, a mi abuela, y que preparaban con un amor infinito por su familia, con ese tesón por transformar los inviernos en cálidos y hogareños, a pesar de los pocos medios con los que contaban. Y lo conseguían.

Que no nos falte la salud, viandas y una hoguera. Y pimentón y azafrán.
Invierno, cuando quieras."



Sonia Serna San Miguel

(20-XI-2015)

EL PUERRO BENDITO (MIS SONIADAS)




No me cae bien el puerro.
Lo siento, no quiero ofender a quienes lo aprecian, pero lo tenía que decir. No sé muy bien por qué, pero cuando tengo que comprarlo por capricho de alguna receta me invade un racismo hortícola impropio de mí. Pero es que en la huerta, como entre las personas, nos guste o no, hay clases y clases, y no me refiero a la clase que tan injustamente se nos asigna por mor de nuestras tenencias materiales, sino a la clase intrínseca e íntima que poseemos cada uno en nuestro interior.
Y aquí es donde el puerro se me cae como mito: el puerro no tiene clase. Un ser vivo grande, como es el puerro, largo y fuerte al tacto, con esas hojazas verdes, interminables y tiesas, que exhibe para atemorizar al resto de la huerta (de esto estoy casi segura),  no es capaz de comportarse en un guiso si antes no lo abres longitudinalmente y le quitas ¿el qué?...la tierra. Así de traidor es. No juega limpio. Nos hace creer que es lo que no es. O sea, un tipo tan estirado que no cabe en la bolsa de la compra, que se pavonea ante el resto de ingredientes blandiendo su cresta en el maletero del coche durante todo el trayecto desde la tienda hasta la encimera de la cocina,  resulta que tiene el interior sucio. Si te descuidas te arruina la receta. A mí ya me la jugó en una empanada rellena de crema de champiñones y puerros en la que se masticaba la tierra que el caballo de Troya de la huerta me coló aprovechándose de mi falta de tiempo aquel día.
Menos mal que, aunque él no lo sospecha, como suele ocurrir con todo espíritu pobre y mediocre, sabemos de su punto débil, así que una vez quitada la parte verde, que hemos lavado (y no sé a qué viene este plural mayestático, porque aquí la única que está en la cocina soy yo) que hemos  lavado a conciencia, iba diciendo, y guardado para utilizarla en otro caldo, y una vez limpiada y troceada la parte blanca, el puerro ya parece otra cosa, lo reconozco. Lo hemos civilizado y conciliado con su realidad. Aún hay esperanza para el puerro. Se le han bajado los humos, ha humillado, y hace como que se lleva bien con el resto de los ingredientes, pochando amigablemente con la cebolla y con el ajo, como si estuviera a su altura, aunque ignora que no nos engaña. La cebolla y el ajo sí que tienen clase, la suficiente como para disimular ante el puerro y hacerlo sentir cómodo en la cacerola. Y el puerro sin enterarse, pero por eso es puerro, y no ajo ni cebolla. Es decir, es prescindible, a no ser que una receta tenga la generosidad de incluirlo.
De cualquier forma hay que reconocerle al puerro, y a todo ser vivo, ciertas virtudes, o de otro modo no lo necesitaríamos, ni en esta receta ni en ninguna otra comunión de almas vegetales. Estoy dispuesta a relajar mi discurso sobre el puerro y a concederle el mérito de ser una hortaliza diurética, rica en potasio, con un contenido muy alto en agua, y que quiere recordar ligeramente al sabor de la cebolla. En esto último veo envidia, un quiero y no puedo, pero tiene derecho a intentarlo.

¿Y por qué cocino con puerro si no es santo de mi devoción? Pues porque tengo que disimular el brócoli en un puré, y esto sí que es una blasfemia, un pecado mortal. El brócoli, esa verdura de cabecitas verdes perfectamente colocadas y disciplinadas alrededor de un algo con sentido estético, como en una coreografía de bonsáis, sin bajar la intensidad de su color verde, y que además se permite atesorar unas formidables cualidades nutricionales, no se merece pasar desapercibido. Lo suyo sí que es clase y elegancia.
Bien, pues a mis hijos les horroriza su consistencia, su crujido entre los dientes, así que he buscado una receta de puré de brócoli, crema de brócoli o lo que sea de brócoli pero que no recuerde al brócoli. Y ahí es donde me han colado al puerro. Y he obedecido. Me tengo por valiente y generosa en mi fuero interno y he aceptado puerro como verdura de compañía, pero no es justo que la torpeza del puerro tenga que codearse de igual a igual con la superioridad del brócoli, y menos aún que el brócoli tenga que perder su color vivo y alegre en una cocción humillante para él.

He de confesar que también he añadido patatas, bastantes, para hacerlo pasar más por puré que por crema, tal y como lo prefieren sus señorías los comensales, pero la patata me cae bien, por más que se la quiera estigmatizar con su alto índice glucémico y su condición de hidrato de carbono. Se niega a crecer en mi jardín, pero no se lo tengo en cuenta.

Patata, brócoli, en mi casa siempre seréis bien recibidos.
Puerro, qué te voy a decir que haga cambiar tu interior… Nada. Eres un puerro y bastante tienes con ser lo que pareces.


Sonia Serna San Miguel


(30-XI- 2015)

CAMINO AL PASADO (MIS SONIADAS)





CAMINO AL PASADO


"Ya estamos en el fin de semana, así que mis cálculos culinarios se limitan a tener lo suficiente como para cubrir los primeros días de la próxima semana; al fin y al cabo el sábado y el domingo son días de comer de retales, de raciones de bar, de aperitivos interminables, de pizzas y de hamburguesas que quieren suplir sin éxito las comidas de fin de semana en casa de los abuelos. Por supuesto que estos apaños no se pueden comparar con los asados de pollo de mi madre, pero necesitamos seguir haciendo ese quiebro a la rutina, ese guiño a la locura inocente de comer diferente uno o dos días de cada siete.
Pero hoy tengo otra receta en mente: montar con mis hijos en el coche y encaminarnos al pasado.
Así lo hacemos, y al cabo de veinte minutos ya estamos girando en la última rotonda antes de llegar. Efectivamente, ahí aparece, al final del camino, más y más grande conforme nos acercamos a muy poquita velocidad, casi parados.

No recuerdo qué día hace, si soleado o nublado, pero aquí eso es indiferente. La vida, la que hay aquí, se concentra desde la copa de los árboles hacia abajo, de forma que el cielo, escondido entre bastidores, pierde protagonismo.

El aspecto de este lugar me parece siempre el mismo. Los árboles, los altísimos árboles, hacen guardia eterna en el mismo sitio, en el mismo orden, con el mismo celo.  Es una pena acceder al edificio grande desde uno de sus lados. Si la llegada en coche fuese directamente de frente a la fachada principal pensaríamos que nos estamos confundiendo de época, porque se vería este edificio con todo el sentido que seguramente un día tuvo. Su fachada principal nos indica con precisión y porte por dónde hay que entrar, así que no hay más que aparcar el coche y dejarse llevar por el túnel del tiempo que tantas ánimas inocentes han tejido a lo largo de sus interminables historias.

Nada más bajar del coche nos adelanta un hombrecillo en pantuflas que quiere correr; de hecho es lo que hace, pero apenas avanza a pesar de su empeño. La esquina de la casona está a dos metros y el hombrecillo tarda una eternidad en doblarla, pero al fin lo consigue. Mis hijos me miran. Entienden la situación y, queriendo engañar su propia compasión por el anciano, me dicen con una sonrisa bondadosa “¡Oye, cada cual se entrena como quiere!”.
Apenas hemos dado unos pasos más cuando una trabajadora del edificio nos pregunta si hemos visto pasar a un señor delgado y calvo a toda velocidad. Lo de “toda velocidad” nos hace reír y le señalamos por dónde ha desaparecido la bala humana. Nos volvemos a mirar mis hijos y yo, ya absolutamente concienciados de en qué tipo de recinto estamos, por si haber venido en tantas otras ocasiones no hubiera sido suficiente.
Con tristeza y resignación, pero con ánimo firme de querer seguir adelante, entramos en la casona por la puerta principal.

El edificio tiene un estupendo recibidor, amplio, de techos altísimos, como en todas las estancias. Su estética es una lucha entre lo que seguramente debió de ser hace décadas y lo que pretende ser ahora. El mobiliario es actual, de colores alegres, y aguanta decentemente el tipo ante los suelos y paredes que se empeñan en recordar lo que una vez fueron.  
De frente y al fondo, como en un segundo recibidor y medio en penumbra, nos abre sus brazos la escalera, con sus anchos escalones cercados por las barandillas . Nunca las he subido, no sé adónde llevan, pero siempre me las quedo mirando como esperando una aparición, una estampa del pasado, porque supongo que aquellos fantasmas de antaño no andarán muy lejos, y por aquí seguirán retumbando sus risas, sus gritos, sus llantos y sus sueños,  porque los pacientes psiquiátricos tendrían también sus propios sueños y esperanzas, por qué no, y lucharían contra sus malditos demonios para salir algún día de entre estos anchos muros y poder vivir más allá de los árboles que hacen guardia ahí fuera. Imagino que no lo consiguieron.

Hoy en día esto no es un psiquiátrico. Es una residencia para mayores dependientes y nosotros no necesitamos subir las escaleras. De momento nos quedamos en el presente, y para eso tenemos que girar a la izquierda en el piso bajo. Entramos en un gran salón y ahí está, sentadita en su silla de ruedas, dando palmas de alegría porque nos ha visto enseguida. 
Es mi madre. Tiene un aspecto estupendo y habla alto y claro, con energía, aunque con la visión de la realidad alterada, la que le desordena el Alzheimer.
Mis hijos se pelean por conducir la silla de ruedas, por coger a la abuela de la mano, por traerle un vaso de agua, por contarle todo lo que ha pasado esta semana. Así pasamos un buen rato hasta que el olor a comida invade el salón. Huele muy bien, es cierto, y el aroma a calentito y a sabroso activa la rutina de mi madre y la del resto de residentes, que se encaminan con premura al comedor con la ayuda amable de las personas que trabajan en la residencia.

Es el momento de irnos. La despedida se alarga porque las manos no quieren separarse. Entre besos al aire, sonrisas y mucha tristeza al fin nos vamos, más destrozados que enteros, y salimos añorando aquel pollo asado que nos hacía mi madre los fines de semana. Echamos de menos aquel olor maravilloso a los ajos y patatas panadera que ponía bajo las piezas del ave y a la cerveza con la que regaba el asado. En realidad, lo que echamos de menos es ver a mi madre en su cocina, a mi padre a la cabeza de la mesa y a aquellos días en los que íbamos a visitar a los abuelos sin miedo a ver aparecer fantasmas por las paredes, porque no los había."


Sonia Serna San Miguel

(5 de diciembre de 2015)

EL EFECTO MARIPOSA (MIS SONIADAS)





Hace unos días fue mi cumpleaños y me regalé no tener que cocinar ni limpiar después el campo de batalla. Las cacerolas y yo necesitábamos que corriera el aire entre nosotras, un poco de distanciamiento para no quemar esta forzosa relación a la que nos vemos abocadas las dos partes, así que aprovechando la fecha y, todo hay que decirlo, con una gula indisimulable por comer un postre de esos que sólo pedimos en ocasiones especiales a sabiendas de que después te tocará echar mano de las sales de fruta, decidimos comer fuera de casa.
Eligieron los niños el lugar (¡Oh, sorpresa!) y quizás por eso salí del restaurante con tres globitos y una lámina para colorear, pero feliz a fin de cuentas por haber podido celebrarlo un año más junto a los míos. En realidad, celebrar todos los cumpleaños es algo que siempre hemos hecho en mi familia, en casa de mis padres y ahora en la mía propia, como imagino que se hace en casi todos los hogares.  Por supuesto que el tipo de festejo depende de las circunstancias, con celebraciones más o menos modestas, con más o menos ánimo, o con más o menos gente, pero en mi familia siempre ha habido un brindis, no sólo por la persona que cumple años, sino por hacerle un guiño entrañable y nostálgico a aquel día en el que esa persona vino al mundo para cambiar para siempre las vidas de sus padres y las del resto de la familia y amigos.
Creo, sinceramente, que no somos conscientes de lo que homenajeamos cuando felicitamos a alguien por su cumpleaños. Solemos decir “Felicidades, que cumplas muchos más” y frases por el estilo, como es lógico, y además realmente creo que sentimos lo que decimos, que felicitamos de corazón, pero  la costumbre de felicitar y celebrar pomposamente cumpleaños ha cogido, quizás, tanta carrerilla que no reparamos en la importancia vital y emocional de lo que estamos festejando, que es ni más ni menos que el nacimiento de una persona, ahí es nada, añadiendo a esto que nunca antes había existido una persona igual a ella y nunca más va a existir otra. Simplemente este hecho en sí, el aterrizaje en este mundo de un ser vivo único, es un milagro químico, un malabar biológico, brillante, que tiene lugar al final de un complejo proceso natural casi perfecto y de proporciones extraordinarias, con un resultado maravilloso. El mundo entero cambia con el nacimiento y muerte de cada individuo, estoy convencida de ello, tenga lugar este suceso en nuestro país o en las antípodas, en nuestra época o en cualquier otra, nos demos cuenta o no, el nacimiento y muerte de cada persona altera  nuestra propia existencia, la de cada uno de nosotros, de la misma forma en que se dice que es capaz de cambiar el curso de la naturaleza el simple aleteo de una mariposa, creando un efecto secuencial al alterar primero su entorno, después el entorno de su entorno, y así infinitamente, diría yo, por aquello de que la energía ni se crea ni se destruye.
Pero por si nos quedaran lejanas, desconocidas y ajenas las vidas y muertes de tantas y tantas personas que jamás hemos conocido ni conoceremos y que en realidad no nos importan, porque es cierto que triste y lamentablemente no nos importan, vuelvo a nuestro mundo, a nuestras celebraciones, a las que nos afectan en un, digamos, primerísimo grado, o sea, nuestro propio cumpleaños; más aún, nuestro propio nacimiento.
Confieso que antes de ser madre mi cumpleaños era mi cumpleaños, el de mi padre era el de mi padre…, es decir, felicidades y que cumplas muchos más. Sin embargo, desde que tengo hijos celebro mis cumpleaños con un amor y dulzura infinita hacia mis padres, también hacia mis abuelos, bisabuelos… Me acuerdo de todos ellos, incluso de los que nunca conocí. Todos fueron primero un proyecto, después un bebé, años más tarde unos jóvenes ante el nacimiento de sus propios hijos…Es tan hermoso y esperanzador el nacimiento de cualquier persona…

Pienso en mis padres en el momento de mi nacimiento y me instalo mentalmente junto a ese joven matrimonio que espera impaciente en aquella habitación de hospital; los noto  asustados, cansados pero entusiasmados ante la llegada de su primer hijo,  igual de impacientes y asustados que estarían catorce meses más tarde ante el nacimiento de mi hermano. Ése es mi cumpleaños desde que soy consciente de lo que supone tener un hijo. Me pongo en el lugar de mis padres y presiento su ilusión, su miedo, sus visitas a los médicos, su entrega total a aquel embarazo de desarrollo incierto, sobre todo por las limitaciones técnicas de la época, sus desvelos y, por fin, su determinación total por que yo naciera; noto ese sentimiento desbordante e inclasificable que asaltaría a mis padres cuando por fin abrazaron a su bebé después de haberlo deseado durante tantos meses. Supongo que es la misma felicidad temblorosa que sienten unos padres adoptivos cuando les entregan a su hijo, sin duda. Por eso creo que es tan importante felicitar a nuestros padres cuando es nuestro propio cumpleaños, porque el día en que nosotros nacimos les hicimos padres, porque si no hubiéramos llegado a nacer, algo con unas probabilidades aterradoramente altas, por cierto, no habrían cambiado sus vidas en la forma en que la paternidad y la maternidad se las cambiaron.
Obviamente estamos pensando en familias emocionalmente sanas y equilibradas, y con condiciones de estabilidad y de vida básicas, en las que se celebran los nacimientos y se lloran las pérdidas, a pesar de las circunstancias por las que se esté atravesando en ese momento. Ya sabemos que en algunos dolorosos e injustos casos nacen niños no queridos por sus propios padres o familias, pero incluso estos niños, estas personas, seguro que en algún momento de su vida, si tienen la fortuna de vivir el puñado de años suficiente, han cambiado a su vez y para bien la vida de alguien, y ese alguien lo estará celebrando eternamente.
De la misma manera que en cada cumpleaños de mis hijos yo los miro mientras recuerdo minuto a minuto sus nacimientos, cada vez que celebrábamos mi cumpleaños estos últimos años, y mientras todos me felicitaban a mí, yo miraba a mis padres y les decía sin hablar “Así que…tal día como hoy hace tantos años vosotros estaríais emocionados porque yo acababa de nacer. Es mi cumpleaños, vosotros recordáis aquel día, yo no. Me felicitáis a mí, pero yo no hice nada, sólo nacer. Tenéis tanto mérito…Ahora lo sé”.
Nunca me alegraré lo suficiente de haber festejado con mis padres cada cumpleaños, los suyos y los míos, a veces en restaurantes, a veces en casa con patatas fritas y refrescos; celebro haberles hecho partícipes de su propio protagonismo, porque si para mí es especial la fecha de mi nacimiento para ellos lo era aún más. Ahora ya no puedo preguntarles cómo fue aquel día, o cómo fue mi infancia; me tengo que conformar con lo que me permitan mis recuerdos y suposiciones, así que si el día de vuestro cumpleaños vuestros padres os recuerdan una y otra vez cómo fue aquel día, escuchadles, porque para ellos fue un día maravilloso.

El otro día, el día de mi cumpleaños, después de la comida en el restaurante de los globitos, me fui a visitar a mi madre para agradecerle que hace años tal día como ése se convirtiera en mi madre. No lo recordaba claramente, pero algo debió de hilar entre explicación y explicación porque me abrazaba y me besaba deseándome que lo viéramos muchos años más.
No sé durante cuántos años más lo veremos pero, por este año, celebrada queda la vida, porque entiendo que así debe ser.


Sonia Serna San Miguel

(29-XII-2015)

POBRES PATATAS DE LOS POBRES (MIS SONIADAS)




Estoy despierta y todavía en la cama, pero espero obediente a que la alarma me obligue a levantarme, algo que hará sin miramientos a las seis y media de la mañana, como cada día de lunes a viernes.  No sé para qué la programo, sinceramente, porque siempre me despierto antes de que me aturda con su nana hipócrita y falsa (¿las nanas no eran para arrullar…?). 
Parece ser que hay una explicación científica para este despertar prematuro, algo así como que nos despertamos con el tiempo suficiente como para temer que la alarma vaya a sonar de un momento a otro, es decir, el hipotálamo nos regala un insomnio inútil, unos minutos de infelicidad y nerviosismo antes de que nos desquicie la alarma. Y lo hace. Suena, y molesta, y me quedo cinco minutos más pensando en la absurdez de levantarse cuando aún es de noche, teniendo en cuenta la cantidad de horas que desperdiciaremos luego a lo largo del día.
Pero me levanto, obedezco, y mientras intento resucitar echándome agua fría en la cara repaso mentalmente los víveres que nos quedan entre el frigorífico y la despensa. Hay bastantes, pero me tienen despistada, no casan unos con otros. No quisiera salir hoy a comprar nada y me obligo a apañarme con lo que haya en casa. A ver, en los últimos días hemos comido pescado, sopa, lentejas, arroz, verduras…
Me rindo. No sé qué hacer hoy de comida, y al sorprenderme a mí misma con esta frase tantas veces oída en boca de mi madre me ha venido a la mente, aún en coma y tiritando por el agua helada del grifo, una anécdota que nos contaba mi abuela acerca de una vecina suya. Parece ser que esta buena señora, que tendría la despensa tan vacía como el estómago, como la mayoría de despensas y estómagos en aquella España de la posguerra, llegó una de tantas tardes a casa de mis abuelos a hacerles una breve visita, a charlar un rato, con el auténtico sentido que se tenía entonces de visitar, acompañar  y charlar, sentido que ahora no conocemos, por cierto. Parece ser que entre las preocupaciones de esta atenta vecina estaba la de qué hacer para cenar ese día en concreto: “Chica, no sé qué poner hoy de cenar; ayer comimos huevos con patatas, luego cenamos una tortilla de patatas, hoy hemos comido patatas con huevo…bah, llámalo a todo hache”. Imagino que lo diría con la tristeza e impotencia de tener que alimentar a diario a una familia numerosa y hambrienta, sin poco más en la despensa que patatas, huevos y algo de pan, seguramente del día anterior.

Recordando esta anécdota he despertado definitivamente y me han sido concedidas dos certezas decisivas para el día que ahora empieza.
La primera de estas certezas vespertinas es que hoy voy a cocinar un revuelto de patatas a lo pobre. Sí, eso es. ¡Qué rico! Ya estoy oliendo el aceite calentito paseándose por toda la casa, con ese aroma a cebolla y patata… Decidido.  Revuelto de patatas a lo pobre, con cebolla y unos taquitos de chorizo de Guijuelo, riquísimo. Madre mía, no he desayunado y ya estoy pensando en la comida…
La segunda certeza es que hoy es sábado. Anoche no desconecté la alarma. He madrugado y me he congelado la cara para nada.

Bien, ya estoy liada con el revuelto de patatas.
Lo cierto es que me da pereza pelar estos tubérculos terrosos, pero una vez desprovistos de su tosca piel su interior amarillo, desnudo y carnoso avisa de la contundencia de su carácter. La patata troncha como hay que hacerlo, con decisión, con crujidos que sudan una sangre amarilla y potente como anticipo de lo que va a ocurrir más tarde en la sartén en cuanto arrime la cebolla y riegue todos los trozos con ese sol embotellado, ese tesoro de los olivares que es el aceite de oliva.
En cuanto abro la lata de aceite su aroma sacude mi imaginación e inmediatamente me veo sobrevolando los olivos, vareando sus verdes ramas y sesteando bajo sus sombras. Evidentemente esto no lo he hecho nunca, pero vierto despacio el líquido en la sartén y, disfrutando de su color amarillo reventón, casi verdoso, agradezco que alguien valore sus propiedades y se tome la molestia de embotellar esta maravilla para que yo pueda ir a la tienda y comprarla. El olor del aceite crudo me tienta a comerlo a cucharadas; lo dejo en tentación, y este olor se va transformando en más y más apetecible en cuanto empieza la cocción.
En esta ocasión estoy utilizando un fruto del sur, un Virgen Extra que compré porque me gustó el envase, así de simple, pero que ha resultado ser todo un señor en la mesa, como el caballero de aspecto formidable que se atusa y perfuma para salir a pasear y al que no puedes dejar de mirar hasta que dobla la esquina porque es él quien pone y quita la calle. Así es el virgen extra en las sartenes, el señor, el amo de la receta.
El espectáculo del aceite meciendo a los demás ingredientes y perfumando la cocina hace que olvide el madrugón absurdo de hoy, y mientras vigilo que patatas y cebolla no se quemen vuelvo a acordarme de aquella vecina, de mis propios abuelos, de sus interminables familias, de mis padres en su infancia rondando la mísera olla, como pajaritos esperando en el nido, y en definitiva de tantas y tantas mujeres que consiguieron, o al menos lo intentaron, poner cada día un plato medio decente en las mesas de sus casas. Cuántas patatas pelarían, un día y otro día, sin la frívola preocupación de si repetían o no receta; cuántos mendrugos de pan duro se prestarían unas vecinas a otras para tener con qué engañar las pobres sopas hechas con agua recogida de lejanos arroyos y calentadas con leña que había que salir a buscar constantemente, y todo para terminar hundiendo cuatro trozos de comida en a saber qué clase de aceite, si es que tenían aceite. Me pregunto si las patatas a lo pobre que hiciera aquella vecina de mi abuela olerían a sabroso y a vida como hoy huelen las mías; intento ponerme en su lugar y supongo que a ella le olerían a gloria bendita, porque sería aroma a salvación, a gratitud a algún dios que no lo mereciera, aroma a hoy mis hijos tienen qué comer. No sé qué fuerza tiraría de estos hombres y mujeres para fabricarse cada día una supervivencia tan básica y sin embargo tan sufrida. ¿Qué hace que no nos rindamos? ¿Es un instinto animal, un instinto emocional, un sentido del deber? Supongo que, después de todo y a pesar de todo, nos gusta vivir.

Pienso en todo esto mientras miro mi gran sartén llena de burbujas de aceite; parece que estallan de alegría, y los chisporroteos tienen un ritmo cadente y sedante que tranquiliza, como tranquiliza oír el agua cuando miras el mar, dando a entender que todo va bien.
La casa se ha quedado con un olor caliente y amable que la transforma en hogar, en sitio apto para repostar dignamente y sin prisas, como si nos lo mereciéramos.


Sonia Serna San Miguel

(11-XII-2015)

jueves, 25 de febrero de 2016

SENTIDO Y SENSIBILIDAD (MIS SONIADAS)

SENTIDO Y SENSIBILIDAD

(A MIS PADRES)



La novela “Sentido y sensibilidad” comienza con la muerte del padre de las protagonistas, las hermanas Dashwood.  El joven Edward Ferrars, un conocido de la familia, y a propósito de la triste pérdida, le comenta en un momento dado a su propia hermana algo así como:
“Mi querida Fanny, acaban de perder  a su padre. Su vida jamás volverá a ser la misma”.

Hoy, 25 de febrero, hace ocho años que falleció mi padre y, efectivamente, desde aquel día mi vida no ha vuelto a ser la misma. Cambió, y mucho más de lo que en un principio podía haber imaginado, ya que a la pérdida inesperada de mi padre se sumaba la demencia incipiente y progresiva de mi madre, con lo que conlleva el convertirte paulatinamente en madre de tu madre.
Todos, creo yo, buscamos una razón que justifique cada uno de los hechos que nos ocurren y cambian nuestra vida, para bien y para mal, aunque cuando nos ocurren cosas buenas solemos pensar que es porque nos las merecemos, algo comprensible y perdonable. Al fin y al cabo… ¿por qué no nos vamos a merecer bondades? Pero cuando nos visita la desgracia y el dolor nos destroza inmediatamente buscamos un porqué, y nos refugiamos en los argumentos que creemos entender o que más a mano tenemos, aunque a duras penas los encontramos. Cambia nuestro orden de prioridades sin que nos lo propongamos, y hacemos lo que podemos por normalizar nuestras vidas a la vez que sobrellevamos nuestro propio duelo, y nadie tiene derecho a inmiscuirse en él ni a juzgarlo porque sólo nosotros mismos sabemos el dolor que supone la pérdida de un ser querido y en qué modo y grado afecta a nuestra propia vida, a la íntima de cada cual, y no hay dos ausencias iguales. En estos momentos las personas sin sentido ni sensibilidad están de más. Si alguien no es capaz de abrazarte, aunque sea en la distancia, cuando estás sufriendo, no necesitas a ese alguien en ningún otro momento de tu vida, porque el abatimiento que se siente ante una gran pérdida es feroz.
Echo de menos a mis padres y mis hijos necesitan a unos abuelos que se han ido demasiado pronto, pero si es cierto que lo importante es la calidad de los momentos vividos, y no la cantidad, entonces no puedo por menos que sonreír y estar muy agradecida por haber celebrado con ellos tantos días, sin necesidad de esperar a que fueran festivos o fechas señaladas, tantos viajes, paseos, sobremesas, meriendas, cafés, rutinas, penas y glorias. Quiero pensar que todo este bagaje queda almacenado en algún sitio y aflorará en algún momento dado, si no lo hace ya, en forma de regalo a nuestros propios hijos, a través de nuestro proceder, e incluso como herencia de nuestros hijos a los suyos y a su entorno, transmitiéndoselo, sobre todo, a través de las obras y los hechos.
Decía Einstein que él creía en la vida después de la muerte, precisamente porque en sus experimentos y estudios comprobaba que la energía ni se crea ni se destruye, siempre se transforma, así que toda la energía que acumula una persona tiene que ir a algún sitio cuando aquélla fallece, no puede desaparecer sin más porque físicamente es imposible. Yo, evidentemente, no tengo ni idea de lo que le ocurre a una persona cuando muere, y no osaré  contradecir a Einstein, así que de momento prefiero pensar que la energía y experiencia vital de alguien que fallece se transmite en forma de legado espiritual a sus seres queridos para enriquecer sus vidas, de la misma manera que los recuerdos que nos quedan de ellos nos valen para suplir los vacíos físicos y emocionales que tenemos en nuestro día a día, y estos recuerdos nos hacen ser, y de esto estoy totalmente convencida, mejores personas, al igual que los recuerdos de las malas gentes y de sus actos nos ayudan a no repetir, consentir ni propagar esas conductas, e incluso a defenderte y defender a otros de ellas.

Papá, mamá, os quiero y admiro muchísimo. Gracias por haber sido unas personas tan profundamente buenas. Creo que no se puede decir nada mejor de alguien.


Sonia Serna San Miguel


(25 de febrero de 2016)