BENDITA TORMENTA
“Se veía venir. Tantos días seguidos de sol
amarillo, tanta sonrisa en el cielo cuando ya no hay ganas de reír, tanta
promesa eterna, tanta condescendencia humillante de un verano soberbio hacia un
otoño cobarde, tenían que despertar al dios durmiente de las tormentas. Hoy al
fin el cielo ha llorado, y lo ha hecho con las ganas contenidas de quien no ha
gritado en mucho tiempo, teniendo tanto que decir.
Hoy, y por unos momentos, el otoño ha vencido su
indecisión y me ha sorprendido por los ventanales, sin avisar, envuelto en un imponente abrigo de nubes grises y negras, del mismo color que los miedos y los
desengaños, y con la misma carga insufrible del dolor. Apenas nos ha advertido
con unos tímidos truenos y relámpagos y de inmediato ha descargado sin piedad,
gritando una lluvia azul, afilada y fría que se clavaba en la tierra, llenándola
de heridas de las que brotaba nuevamente el agua, y golpeando sobre coches y
tejados para silenciar el bullicio delirante que provoca el calor.
Ya no hay sol, ni fiesta, ni promesas, ni horizonte,
sólo la cantinela de un llanto continuo, y esta tromba de soledad suicida que se
estrella contra el asfalto expiando así su pecado de no haber sabido llorar a
tiempo.
Sigue la tormenta, y la fuerza de la lluvia hace que
las gotas reboten hacia arriba apenas han tocado el suelo, como si la tierra
las repeliera, y en su ascensión de nuevo a los cielos las gotas se alargan en forma
de figurillas danzantes que bailan de puntillas sobre su propio charco. Parecen
un ejército de ánimas azules de vuelta al paraíso después de haber vagado por
el purgatorio. Las observo desde mi ventana, y con la mente, y por si acaso me
escuchan, las animo a saltar más y más alto.
Hace ya un buen rato que perdí la noción del tiempo,
y no me importa. Sigo mirando hipnotizada los bailoteos de la lluvia sobre los
charcos hasta que observo que una de estas figurillas de agua se significa
claramente del resto, toma forma casi humana y lo que parece la cabeza se gira
hacia mí. Abro los ojos incrédula. Me ve, me mira, me sorprende espiándola y
del sobresalto me echo hacia atrás, pero no la pierdo de vista, y enseguida
comprendo que no me asusta; muy al contrario, quiero seguir mirándola. Me acerco de
nuevo a la ventana y a la cabecilla de esta lengua de agua le adivino una cara
y unos ojos negros que me miran sin pestañear. Su mirada me inmoviliza a la vez
que me proporciona paz, una paz maravillosa, tanto que dejo de oír la tormenta.
Ahora llueve en silencio, truena en silencio y el mundo gira en silencio. La
lengüecilla de agua se olvida de la gravedad, levita con unos dulcísimos
contoneos y flota hasta colocarse justo detrás del cristal de mi ventana. Sus
ojillos negros me siguen mirando, extiende lentamente una manita azul hacia mí
y consigue atravesar el cristal como si éste no existiera. Yo sigo clavando mi
mirada en la suya, en su transparencia, en su verdad, hasta que su mano de agua
acaricia mi mejilla. Noto su humedad, fresca y vital, desde mis ojos hasta mis
labios, y sé que esta extraordinaria criatura intenta consolarme por algo. Me asombra
y conmueve de tal manera que necesito poner mi mano sobre la suya. Lo hago,
llevo mi mano a mi mejilla, y este ser
celeste, etéreo y puro desaparece ante mis ojos, sin más, dejándome tan sola
como perpleja, y en silencio.
Parpadeo por primera vez en muchos minutos mientras
sigo notando humedad en mi cara y en mis ojos. No entiendo lo que está pasando.
¿Se ha deshecho la figurilla de lluvia al tocar mi cara? ¿Al tocarla yo, quizá?
¿He roto algún hechizo? ¿He hecho algo mal?
Miro por la ventana por si la bailarina de agua hubiera
vuelto al otro lado del cristal, por si me siguiera mirando desde el otro lado
de mi vida, y con mi mano aún en mi cara busco a la criaturilla en el charco.
No es posible… ¿Qué charco? No hay charcos, el suelo está totalmente seco, no
ha llovido en mucho tiempo; ni siquiera ha habido tormenta, es evidente. El
cielo es de un azul reventón y el sol sigue siendo el rey. Vuelve a haber
ruido, calor, gravedad y realidad.
No ha habido tormenta más que en mis sueños. Debo de
haber estado llorando mientras dormía, o durmiendo mientras lloraba. Es la
única explicación.
Entiendo la tormenta sin ruido, la lluvia que no
cala, el sol que empapa y el hielo que abrasa, y esto me proporciona una calma
absoluta, soy capaz de pensar con nitidez y me tomo mi plenitud espiritual como
una bendición. La tormenta que he soñado ha arrastrado en su catarsis a todos
los barros que se pegaban en mis zapatillas y manchaban mis huellas por el
asfalto.
Consciente de todo, estoy a punto de alejarme de la
ventana cuando en el alféizar veo un charco diminuto con dos piedrecitas negras
en el centro. No sé por qué, pero no me sorprende.
Miro a las dos piedrecitas con ternura, sé que me
miran, entiendo, sonrío, y libre, ligera y absuelta salgo a la calle a recorrer
el lado seco de la tormenta.”
Sonia Serna San Miguel
(Segovia, 1 de noviembre de 2017)