martes, 26 de junio de 2018

PEPE Y PEPA NO SABEN (MIS SONIADAS)








PEPE Y PEPA NO SABEN


“Pepe y Pepa son pareja; una pareja de adultos, concretamente. Ambos tienen más o menos la misma edad, unos cuarenta y pico años, y también la misma estatura. Su aspecto es el de una pareja normal, corriente, muy corriente, en absoluto sofisticada, incluso algo descuidada y vulgar en algunas ocasiones.

Pepe tiene la boca torcida por culpa de una cicatriz que le atraviesa el lado derecho de la cara, pero la cicatriz no sólo no le queda mal, sino que le otorga cierto atractivo, cierto aire de bandido que cae simpático a pesar de ser bandido, pero esto Pepe no lo sabe, seguramente porque nadie se lo ha dicho, y porque las burlas e insultos que ha sufrido siempre a cuenta de la cicatriz no han alimentado precisamente su autoestima. Pepe no sabe de esta seducción varonil en su rostro, y se empeña en ocultarse tras un mechón de pelo que hace tiempo que dejó de ser mechón.
A Pepa le ocurre algo parecido, pero con su cuerpo entero. Su cara, su cabello, sus piernas, su pecho... le piden a gritos que los atienda un poquito, que los mime, que no se avergüence de ellos, que no los castigue bajo enormes prendas aburridas, pero Pepa no sabe que no es pecado quererse, ni sabe que se lo merece, porque tampoco se lo ha dicho nunca nadie.

Pepe y Pepa no son mala gente, aunque el parecer humildes no los convierte en santos, ni en lo contrario. Ellos presumen de ser honrados y trabajadores, y probablemente lo sean, pero nadie es buen juez de sí mismo, así que cabe la posibilidad de que no sea para tanto. 
Ni Pepe ni Pepa destacan por nada en especial, ni en las distancias cortas ni en las muy cortas, quizás porque no sepan que no pasaría nada por destacar de vez en cuando, aunque fuera para desafinar o disentir.



Pepe y Pepa se han encontrado en la madurez, cuando ya no esperaban milagros entre los cubatas llenos de hielo las noches de los sábados, y además se han encontrado en su mismo pueblo, quién se lo iba a decir. De haber sabido antes que acabarían apañándose el uno con el otro se habrían juntado hace años y les habría dado tiempo a tener hijos, que era el mayor deseo de Pepa, que ella recuerde, ¿o no...?, ¿o ese era el deseo de su padre...?, ya no sabría decir ella, pero de haber tenido hijos no habría llorado a solas cada vez que sus amigas le decían con muy poca delicadeza que se le estaba pasando el arroz, eso sí lo sabe. Tal vez si los padres de Pepa no hubiesen sido desde siempre tan enfermizos no habría tenido que dedicarles tantos cuidados y no se habría olvidado de sí misma como lo ha hecho. Sus enfermos padres aún viven, resulta que no estaban tan enfermos, resulta que tienen más calidad de vida que su hija, resulta que más que enfermizos eran absorbentes, tanto como egoístas, pero el caso es que Pepa ha vivido sin vida propia, aunque eso ella aún no lo ha deducido, su cerebro oxidado no sabe gestionar este tipo de emociones ni llegar a este tipo de conclusiones. O sí, y lo que no quiere es admitirlo.
Pepe, por su parte, no echa de menos tener hijos, ni no tenerlos. Ni siquiera lo ha pensado. Sí sabe que echa de menos a su madre, a la que vio por última vez diciéndole adiós, sonriente ella como siempre, a la puerta del colegio cuando él tenía seis años, y de la que no se ha podido despedir aún porque aquella misma mañana desapareció del pueblo sin dejar rastro. Nadie la ha vuelto a ver, y Pepe no quiere volver a tener que echar de menos a nadie más. Eso sí lo sabe.

Pepe y Pepa han logrado sobrellevar su desatención emocional no prestándole atención, no queriéndola reconocer. Ahora, sin embargo, dan la impresión de haber claudicado, de haber admitido el paso del tiempo, tan estéril sentimentalmente para ellos, y han decidido conformarse con un semejante, tampoco hace falta más; han renunciado a soñar con lo que saben que no está a su alcance a cambio de no seguir solos en lo que quede de camino, y es posible que hayan acertado, porque son tal para cual, un roto para un descosido, un apaño piadoso del destino.

Pepe y Pepa pasean aliviados su relación sintiéndose parte legítima, por fin, de ese inmenso grupo de personas a las que en secreto envidiaban por vivir aparente y felizmente emparejados, por llevar vidas cotidianas, previsibles y mediocres, insoportablemente mediocres en muchos casos, pero esto último aún no lo sospechan, porque no todo se ve, sobre todo lo que no se quiere ver.
Ya pasean reconfortados su tardío emparejamiento. Ya son como el resto de parejas que conocen. Ya no se sienten excluidos de su propio entorno. Ya tienen una familia política, criticable y criticada, pero familia política. Ya puede darse prisa Pepe en adecentar la caseta de la barbacoa. Ya tienen cuñados en las barbacoas, no sólo amigos. Ya hay cuñados a quienes abrasar con las excelencias de la nueva pistola de silicona, con demostraciones prácticas a diestro y siniestro incluidas, en el caso de Pepe; y ya hay cuñadas a las que aburrir con la receta perfecta de las croquetas, en el caso de Pepa. Hablan de estas cosas porque no saben que se puede hablar de otras. No saben que saben hablar de otros temas, algo que descubrirían si cambiaran de interlocutores de vez en cuando.

Pepe y Pepa ya no se van a quedar con las ganas de saber cómo será eso de vivir en pareja. Ya son tándem, dos a la par, y eso les hace sentir bien, atrevidos y valientes

-"¿Y ya para qué quieres novio, a estas alturas? Con lo a gusto que estabas ahora, con la vida resuelta... Lo has hecho al revés, hija. Y otra cosa te digo, podías haber picado un poco más alto, porque Pepe a nuestro lado..., pero claro, ya con la edad que tienes..."- le dice a Pepa su madre, que no sabe qué soporta menos, si emparentarse con Pepe o quedarse sin criada. Lo segundo, evidentemente.
-"Pues yo creo que estás a tiempo de darnos nietos, Pepa. Mira que no haber tenido hijos... ¿Por qué no quisiste a aquel Pablo? Sí que lo has hecho al revés, sí."- remata el padre de Pepa.



A pesar de estos apoyos envenenados, Pepe y Pepa tienen la sensación de cumplir al fin con lo que se esperaba de ellos. Lo que esperan ellos de sí mismos ya lo averiguarán en otro momento. En la otra vida, a este paso.




Así son Pepe y Pepa, una pareja intrascendente, y lo son porque ellos creen que lo son. 
Cada fin de semana pasean con devoción por el centro comercial, como si esa jaula gigante de silueta imprecisa contuviera todos sus sueños y pudieran alcanzarlos sólo por recorrer una y otra vez la hilera de comercios cuyos productos creen que se pueden permitir a fuerza de mirarlos y desearlos. 

-"¡Mira, Pepe, así me gustan los anillos, como esos...!"- le comenta pícara Pepa a Pepe en el escaparte de una joyería, pero ni ella sabe ser pícara ni Pepe sabe ser galán.
-"Buah, pues anda que no estorba eso en los dedos... Todo esto son sacacuartos"- ataja Pepe ante la posibilidad de que Pepa entre a preguntar precios.
-"Sí...eso sí, que a ver quién friega con eso, je, je, je..."- contesta resignada Pepa, una vez más, un escaparate más.

Pepe y Pepa pasean ataviados con ropa poco sospechosa de haber estado a la moda en los últimos diez años y, entusiasmados con su reciente apareamiento, saborean la tarde del sábado siendo ahora ellos la envidia de los demás, eso lo tienen claro, sobre todo la envidia de aquellas pobres almas que deambulan impares y solas por los establecimientos de la vida, no como ellos, que felices y emparejados, más emparejados que felices, pueden exhibirse sábado tras sábado por los modestos dominios que su perímetro social y mental les permite, que no es otro que el que ellos mismos se imponen, pero esto aún no lo saben.

-“Mira, Pepe, cómo me quedan estos vaqueros… ¿me están bien, verdad?”- le dice Pepa a su hombre en un tienda de ropa mientras se pone de espaldas a él para mostrarle lo supuestamente sexy que luce su trasero.

-“Pues sí… oyesss… ¡A ver si te vas a hacer ahora modelo y te vemos por la tele!”- grita Pepe a la puerta de los probadores mientras le guiña el ojo a la perpleja señora de al lado - “¡Te quedan de vicio, chica…!”.

No es cierto, no le quedan bien. Ni mal. Le quedan grandes, eso sí. Pepa parece un saco con esos vaqueros, y con cualesquiera otros, porque tiene la extraña habilidad de elegir siempre lo que menos le favorece, algo que consigue invariablemente. Sus años le ha costado aprender a ir tapada desde el cuello hasta los tobillos para complacer a la beata de su madre: "Hija mía, desde luego has sacado las rodillas de tu padre, las tienes no sé cómo... -le recuerda siempre su madre con cara de asco- Y los escotes también se tapan, a ver si vas a dar a entender otra cosa, que nosotros no somos así, ¿eh?"- le dice cerrando los ojos y meneando la cabeza; ojalá pudiera borrar de su memoria que fue ella la que hace cincuenta años se tuvo que casar embarazada, para vergüenza de su familia.

También el cuerpo de Pepe merece mejor trato por parte de su dueño: -"¡Niño, que vean tus tíos cómo te comes media tarta tú solo!", "¡Niño, que vean tus abuelos cuánto vino te bebes del tirón!"- le ordenaba su padre ante las visitas para tener espectáculo asegurado.
Y Pepe se lo comía y se lo bebía, y se lo sigue comiendo y bebiendo, porque son las únicas ocasiones en las que ve un minúsculo brillo de orgullo en la mirada del bestia de su padre.

Pepe acaba de enamorarse de una camiseta de rayas anchas, y además fluorescentes, y además horizontales; la camiseta es de corte estrecho y para que le entre a lo ancho tiene que elegir la talla que le llega hasta las rodillas. Pepa, seguramente cegada por las rayas, le ha dicho que le queda muy bien, lo que es un embuste de enormes proporciones, pero sus mutuas mentiras piadosas consiguen que Pepe se sienta normal y moderno, por fin, y se compre esa camiseta, aunque le haga parecer un bolardo gigante, y esas mismas mentiras consiguen que Pepa se sienta deseada y se compre los pantalones vaqueros con los que no se sabe si va o viene, tan grandes como le están.
Como quiera que ambos se sienten ahora mejor que cuando entraron por la puerta de la tienda, dan por concluido el periplo textil por sus tarjetas de crédito.

Con la autoestima varios puntos por encima de lo habitual, ya era hora, Pepe y Pepa recorren los pasillos del hipermercado a conciencia, disfrutando con entusiasmo momentos memorables, como cuando descubren el litro de leche más barato de la estantería, y lo celebran como si hubieran encontrado el Santo Grial, básicamente porque es lo más interesante que les ha ocurrido y vaya a ocurrir en todo el día, aparte de haber encontrado la camiseta y el pantalón que revolucionarán su ropero. Estar de acuerdo en que esa marca de leche, y no otra, es la mejor opción láctea en el día de hoy les hace experimentar un rogocijo desconocido para ellos, acostumbrados como están a que en sus respectivas familias les afeen cada opinión, cada decisión. No sabían ellos de este tipo de gozo sencillo, recatado, inocente. Es providencial sentirse al fin en comunión con alguien, efectivamente, aunque sólo sea a la hora de hacer la compra.
Y sin embargo hoy las dichas parecen no tener fin, porque cuando Pepe encuentra en el pasillo de ferretería la broca del ocho que tanta falta le hacía, cree morir de éxtasis, y así se lo hace saber a todos los clientes en varios metros a la redonda.

-“¡Pepa, Pepa, mira, ven! ¡Que sí que la tienen!”.

Pepe grita porque cree que tiene que gritar, porque cree que así es como tiene que cumplir con su papel de macho gracioso, grita porque a él siempre le han gritado y porque no sabe que no tiene por qué gritar.

Pepa corre solícita desde un pasillo más allá, interrumpiendo su excursión por entre las sartenes. Y Pepa estaba de excursión por entre las sartenes, aunque no necesite ninguna, porque ella cree que es donde Pepe quiere que esté, y corre solícita a los bramidos de Pepe porque teme que siga berreando, y porque prefiere contentarle ahora que aguantarle después. 
Pepe es un manazas, funde las bombillas antes de colocarlas y por cada grifo que intenta arreglar revienta dos,  pero coge emocionado la broca del ocho porque la necesita para terminar de perpetrar un andador a su anciano padre, el mismo padre que hace años, cuando Pepe era niño, le dio al crío una paliza de muerte con una barra de hierro abriéndole la cara y dejándole esa cicatriz en el rostro, amén de otras que no se ven, y todo porque pisó un rectángulo de flores y maleza que hay al fondo de una finca a la que tiene absolutamente prohibido acercarse, aunque nunca ha sabido por qué.

Pero Pepe quiere a su padre, o le teme, o le quiere complacer porque le teme, o a quien no quiere es a sí mismo, o todo a la vez, y le fabrica un andador por la misma razón por la que se ennovia con Pepa.

-“Esa Pepa, la de los beatos, tiene casa propia y algunas tierrecillas en el monte al lado de las nuestras. Nos conviene. Es fea como un demonio, pero tú tampoco puedes pedir más. Así sólo destrozáis un matrimonio”- le soltó un día su padre en el desayuno.

Pepa no es fea, Pepe lo sabe, y Pepe no necesita otra casa ni la quiere, eso también lo sabe, pero el padre de Pepe no sabe, no quiere, hablar sin herir a su hijo, y su hijo no sabe que puede no estar de acuerdo con su padre y que puede sacar a pasear su dignidad de vez en cuando sin morir en el intento, pero prefiere callar y contentarle porque ya no sabe proceder de otro modo, porque se ha instalado en la comodidad de la cobardía, aunque esto él no lo sabe, y porque junto a su padre anda siempre por su casa todo un séquito de tíos y tías, primos y primas, alcahuetas y entendidos varios a los que nunca supo esquivar y con los que no quiere discutir, así que dicho y hecho, sentenciado y ejecutado. ¿Pepa? No se hable más.
Pepe corteja a Pepa, a su manera, o pese a su falta de maneras, pero triunfa en su misión, para asombro del propio Pepe. Probablemente nunca lleguen a quererse, o sí, pero la aventura promete más que el hecho de no embarcarse en ella. Pepe y Pepa huyen de lo mismo y buscan lo mismo, y el no quererse no es razón suficiente para despreciar este salvavidas. 
Pepe busca desesperado una aprobación paternal que, bien lo sabe él, nunca obtendrá, y le está llevando toda una vida comprobarlo, y el día que le regale el bendito andador, lo volverá a comprobar, porque se lo tirará a la cabeza.
Pepa, por su parte, sólo se busca a sí misma, o lo que queda de ella, que empieza a no ser mucho, y en su casa no lo va a encontrar.


Una vez hecha la compra ya sólo queda bordar tan fantástica tarde, y Pepe, al que hoy han bendecido los dioses con una camiseta espantosa y una broca que seguramente no le servirá para nada, se siente espléndido, con lo avaro que es él, con lo avaro que le han enseñado a ser, y decide echar la casa por la ventana sentando a Pepa en un bar del centro comercial y pidiendo nada menos que dos cañas de cerveza y una ración de tortilla, y que sea lo que Dios quiera.

-“No me apetece cerveza, Pepe. Estoy por pedirme una manzanilla…”.
-“¡Vamos, no jodas, una cerveza aquí te sienta como Dios! ¡Que sean dos cervezas…!”.

Y Pepe pide a voces -otra vez con las voces- las dos cervezas mientras Pepa, resignada, busca en su bolso una aspirina. Que su hombre quiera hacerla sentir como una reina le está costando muchas jaquecas. Pero tiene hombre, lo que le proporciona una sanísima y hasta ahora desconocida distancia con sus padres. Pepa no sabe que hay otras formas de conseguir esa distancia sin recurrir a ennoviarse, aunque si Pepe no cambia el registro de sus aullidos quizás se vea obligada a buscarlas.

Acaban sus consumiciones, pagan y antes de alejarse de la mesa Pepe hace unos aspavientos exagerados para que quede claro que va a dejar propina. Él sí deja propina, lo tiene todo este chico, y coge nada menos que siete monedas, que suman ocho céntimos en total, pero eso no se ve de lejos, y las lanza con tanta fanfarronería que las siete monedas rebotan en el platillo y caen al suelo. Lo han visto y oído todos los clientes del bar; si es lo que quería, lo ha conseguido. Pepa, que aún estaba tragando la aspirina, se lanza apurada a recoger las monedas del suelo, hasta que Pepe la agarra de un brazo, la levanta de un tirón y le dice en voz muy alta, cómo no, en voz alta, que las princesas no recogen cosas del suelo y que las recoja quien las tiene que recoger, es decir, el camarero, según él. 
Él, según todos los demás testigos, incluida Pepa.

Pepe sale de la cafetería sintiéndose John Wayne, completamente seguro de haber salvado a su chica de un momento humillante. Otra muesca más en su nueva vida de Romeo. Ha estado muy ingenioso, desde luego. Lástima que no le haya visto su padre. Lástima que nunca le vea su padre, por más que le mire.

Pepa, además del estómago revuelto por la cerveza, tiene su propia opinión sobre la anécdota de la propina, o cree que la tiene. ¿La tiene? No lo sabe. ¿Qué ha ocurrido? ¿Pepe la ha defendido o la ha avergonzado? No está segura, no suele entender este tipo de cosas a la primera, ni a la segunda, a veces ni a la tercera, y para cuando cree que al fin tiene su propio criterio sobre la gesta de su macho, resulta que ya es tarde, porque se sorprende a sí misma sola descargando la compra en el maletero del coche, mientras Pepe, apoyado en la puerta del conductor, se premia con el primer cigarro de la tarde, y para entonces ya da igual su opinión.


Pepe y Pepa se complementan, se soportan, se vienen bien el uno a la otra, y la otra al uno, y se convencen a sí mismos de que algo sí se quieren, o de que ya se querrán con el tiempo, porque alguien como Pepe no podría aspirar a una mujer que valiese más que Pepa, y Pepa no podría aspirar a un hombre que valiese más que Pepe. Una sola virtud extra en cualquiera de ellos y ambos  estarían fuera del alcance del otro. Así de justitos andan de méritos, por más tierras que sumen entre los dos. Así de justitos se ven ellos de méritos, que es lo peor. 
A Pepe y Pepa les ha venido Dios a ver, bien lo saben, y han aprovechado tan divina visita porque agradecen no andar solos por este centro comercial, artificial y sin sentido que es la vida, sobre todo para ellos.
Pepe y Pepa duermen tranquilos porque ya tienen con quién bailar en las bodas y con quién plañir en los entierros, dichosos porque ya no van a la compra solos y ya no se acuestan y levantan solos, y porque no saben que se puede ser libre en soledad, bendita ignorancia. Se siguen creyendo insignificantes y elementales, así se ven el uno al otro y así se ven a sí mismos, pero es conformismo compartido, y les compensa. Ahora son dos y ya no están solos. Eso sí lo saben”.





Sonia Serna San Miguel
(Segovia, junio de 2018)


miércoles, 6 de junio de 2018

EL LIBRO (RELATO EN 50 PALABRAS)








EL LIBRO
(Relato en 50 palabras)

“Era imposible terminar de leer aquel extraño libro. Juan lo intentaba cada noche, pero justo antes del último capítulo caía profundamente dormido. Al día siguiente no recordaba el argumento, y volvía a empezar.
Por fin una noche, la anterior a su muerte, lo consiguió.
El último capítulo estaba en blanco.”



Sonia Serna San Miguel