DÍA NACIONAL DEL PROFESOR. POR MIS
PECAS.
(Artículo
de opinión)
Los que me conocéis en persona sabéis cuántas pecas
hay en mi cara, ¿no es cierto? De niña se me notaban aún más, porque mi
piel era blanca y joven, naturalmente. Sí, yo tengo muchísimas pecas, ya
me lo recordaban a diario el espejo y mucha más gente, sobre todo a lo largo de
mi infancia y adolescencia.
Quien además me conoce más íntimamente sabe que he
hecho unos cuantos cambios de colegio, instituto y universidad. Mi familia y yo
vivíamos en un traslado continuo, y se partía el curso y cambiaba de pueblo, ciudad
o provincia en navidades, en pleno febrero o cuando tocara. Para bien o para
mal, así ha sido. A los 20 años me molesté en contar estos traslados, y hasta
entonces sumaban 18.
Cuando alguien ahora me pregunta que si mi profesor o
profesora de tal o cual curso era bueno o malo, sólo en algunos casos puedo
responder, no porque no los recuerde, sino porque he tenido tantos y tan
dispares que mi respuesta sería una pesadez.
Sin embargo, nunca olvidaré el nombre y los dos
apellidos de un profesor que tuve en cierta ocasión, en cierto centro educativo.
Coincidió con la época en la que mis pecas (y aquí vienen a cuento las pecas) parecían
molestar u ofender a algunos chicos y chicas del lugar, porque me perseguían
en manada insultándome un día sí y otro también hasta que llegaba a mi casa desde
clase, o cuando me veían sola por la calle, saliendo al
anochecido de entre las callejuelas mientras me tiraban piedrecitas y me cantaban un estribillo insultante que recuerdo perfectamente. Aquello era pavor, en mayúsculas, sin paliativos.
Debo decir dos cosas en defensa de estos chicos y
chicas: la primera es que a veces no me tiraban piedras, tenían ese detalle; la
segunda, y esto lo digo de corazón, es que sé que esas personas hace mucho
tiempo que no existen, es decir, supongo que los adultos en que se convirtieron
no harían eso, lo doy por hecho, porque todos cambiamos, nadie somos quienes
fuimos, y ahora no volveríamos a cometer tantos errores como cometimos. Los
niños son niños. Siempre.
Bien. Estando un día en la clase de este profesor
del que recuerdo nombre y apellidos, se nos comunica una sorpresa: íbamos a ir a
visitar otro centro educativo, a modo de pequeña excursión. El alborozo y los
aplausos no se hicieron esperar, claro. “¡Qué bien, un día sin clase!”, “¡Hala,
qué bueno!”, “¡Y habrá tías buenas!”, “¡Eh, tíos, seguro que ligamos!”…
El profesor también estaba contento y nos dejó
regodearnos un rato con la buena nueva. En un momento dado uno de los chicos dijo
con voz muy alta: “¡Eh, no os ilusionéis… ¿Os imagináis que lleguemos y todas
las tías sean unas pecosas? Qué asco ¿no?!”.
Por supuesto que todos, y digo todos y todas,
estallaron en carcajadas. Era esperable, eran chicos y era mi día a día. Lo que
yo sentí no os lo voy a explicar, porque no voy a eso.
Voy a esto otro: el profesor, a quien el comentario
había hecho estallar en risotadas, aplacó con sus manos el alboroto y dijo: “Hombre,
esperemos que no, ya sería muy mala suerte…”, y siguió riendo, satisfecho por
haber sido tan guay como sus alumnos.
Esto sí fue demoledor para mí. Era un adulto, era mi
profesor, y el profesor era Dios. El aula había dejado de ser un refugio para mi
batalla.
En fin, es sólo un ejemplo de cosas no buenas que he
vivido con algún que otro docente que he tenido, pero no ha sido la tónica
general, ni mucho menos. Por fortuna, por inmensa fortuna, también he tenido y conocido magníficos
profesores.
¿Adónde quiero ir a parar con todo esto? A lo
verdaderamente importante para mí: a que la docencia me parece la profesión más
bella que existe.
Un profesor, un maestro, un educador, tiene tanto
poder de influencia en el alumno, puede hacer tanto, pero tanto bien a esa
personita que se está formando, que tiene el milagro en sus manos, a poco que
se lo proponga, y eso es impagable.
Deseo que todos los docentes sean buenas personas, que
no descuiden su propia educación y que tengan sensibilidad, paciencia, vocación y buena
formación para enseñar, ayudar y servir de referente a sus alumnos.
Por cierto, que aquel profesor cuyo nombre tengo la educación de no decir, debió de pasar un mal rato
el día en que rellenara los boletines finales de notas, porque yo estudiaba
mucho, no le di opción, y tuvo que ponerme sobresaliente en todas las asignaturas. Por
mis pecas.
Sonia Serna San Miguel
27 de noviembre de 2019