LA TORRE DE ALCOR
En la cota más alta de
la urbanización Alcor existe un edificio tan singular como entrañable. Es una
pequeña construcción de dos plantas, coronada por una azotea accesible desde
una escalera exterior. El edificio es un prisma de planta octogonal con una ocupación
que apenas llega a los 30 m2.
Tal y como el fundador de la propia urbanización, Don
Mariano Santos Miguel, narra en su libro Origen y proceso de la
Urbanización Alcor, este minúsculo inmueble albergaba en su inicio, a
finales de los años sesenta del siglo pasado, una pequeña vivienda en la planta
baja y un depósito de agua en la planta superior, con el que se abastecía a la
incipiente urbanización.
Con el paso de los años el depósito de agua dejó de cumplir
su función, y el espacio que ocupaba fue adaptado también como vivienda,
quedando así todo el edificio convertido en una de las construcciones más
originales y coquetas que yo he tenido el placer de conocer y, sobre todo, de
disfrutar.
A esta especie de faro bajito, a este centinela de mares y
pinares, le llaman sus dueños "La Torre", aunque en mi casa también
lo llamábamos “El minichalet”, y está ligado a los recuerdos de mi familia de
la misma manera y por los mismos motivos que lo están el Parador y el propio
Mazagón.
Yo tenía nueve años la primera vez que, subida a esa
atalaya, fui plenamente consciente de lo que tenía ante mis ojos. Era una tarde
muy soleada de septiembre, a pocos días de empezar el colegio, y recuerdo que
me faltaba capacidad óptica para abarcar esos dos inmensos mares, uno verde y
otro azul, que rellenaban todos los puntos cardinales. Tal era así, que en el
suelo de la azotea bien podría haber estado dibujada una rosa de los vientos.
La mitad de lo que veía a mis pies era absolutamente azul; la otra mitad era
verde, con algunos tejados y fachadas que asomaban entre los miles de pinos. Un
cielo de un celeste impecable resaltaba el verde de los pinares, y los dos
colores, los dos mundos de tierra y mar, se unían allá abajo por una
kilométrica cremallera de arena y olas blancas sin fin que yo no había visto en
ninguna otra playa.
Aquel paisaje de luz de dimensiones colosales, de vida y de
paz, se quedó grabado para siempre en la retina de una niña que con nueve años
no tenía vocabulario suficiente para poder explicar lo que estaba viviendo.
Esa fue la primera de muchas visitas y estancias que
tuvimos la suerte de disfrutar mi familia y yo durante varios años más. No
tardé en descubrir desde allí los atardeceres, las tormentas sobre el mar, las
procesiones nocturnas de enormes barcos entrando y saliendo del puerto de
Huelva... Contemplar desde lo alto de La Torre cualquier día de otoño,
invierno o primavera, en la mañana o al anochecer, era un auténtico regalo para
los sentidos.
Y con todo, lo que recuerdo con más nostalgia es la luz del
faro del Picacho haciéndonos compañía hasta el alba. Aquellas ráfagas algo
lejanas, barriendo el ancho de la ventana con una cadencia matemática, me
hacían sentir segura y protegida, y yo me dormía tranquila, porque el faro
quedaba vigilante y no se iba a apagar.
En las noches más oscuras de invierno el silencio del
entorno subía el volumen, Mazagón parecía aún más solitario, y la imaginación
infantil me llevaba a inventar que la pequeña casa con forma de torre era un
navío más en medio de aquellas aguas que no se veían, solo se oían, y que los
marineros de algún barco cercano me acunaban con sus salomas mientras el faro
del Picacho hacía las veces de candil.
Varias décadas después, y ya desde una adultez metida en
vena, me sigo asombrando de cómo una humilde y minúscula construcción colocada
sobre un promontorio junto al mar me hizo sentir tan afortunada como posiblemente
no lo hubiera logrado la más fastuosa de las mansiones. La auténtica naturaleza
de lo extraordinario es así.
La Torre sigue estando en un sitio privilegiado, y yo sigo
añorando aquel faro y aquel mar.
Sonia Serna San Miguel
Segovia, junio de 2024
Ilustración de Abel Jiménez Serna @abeljsart