sábado, 13 de julio de 2024

LA TORRE DE ALCOR




LA TORRE DE ALCOR

En la cota más alta de la urbanización Alcor existe un edificio tan singular como entrañable. Es una pequeña construcción de dos plantas, coronada por una azotea accesible desde una escalera exterior. El edificio es un prisma de planta octogonal con una ocupación que apenas llega a los 30 m2.

Tal y como el fundador de la propia urbanización, Don Mariano Santos Miguel, narra en su libro Origen y proceso de la Urbanización Alcor, este minúsculo inmueble albergaba en su inicio, a finales de los años sesenta del siglo pasado, una pequeña vivienda en la planta baja y un depósito de agua en la planta superior, con el que se abastecía a la incipiente urbanización.

Con el paso de los años el depósito de agua dejó de cumplir su función, y el espacio que ocupaba fue adaptado también como vivienda, quedando así todo el edificio convertido en una de las construcciones más originales y coquetas que yo he tenido el placer de conocer y, sobre todo, de disfrutar.

A esta especie de faro bajito, a este centinela de mares y pinares, le llaman sus dueños "La Torre", aunque en mi casa también lo llamábamos “El minichalet”, y está ligado a los recuerdos de mi familia de la misma manera y por los mismos motivos que lo están el Parador y el propio Mazagón.

Yo tenía nueve años la primera vez que, subida a esa atalaya, fui plenamente consciente de lo que tenía ante mis ojos. Era una tarde muy soleada de septiembre, a pocos días de empezar el colegio, y recuerdo que me faltaba capacidad óptica para abarcar esos dos inmensos mares, uno verde y otro azul, que rellenaban todos los puntos cardinales. Tal era así, que en el suelo de la azotea bien podría haber estado dibujada una rosa de los vientos. La mitad de lo que veía a mis pies era absolutamente azul; la otra mitad era verde, con algunos tejados y fachadas que asomaban entre los miles de pinos. Un cielo de un celeste impecable resaltaba el verde de los pinares, y los dos colores, los dos mundos de tierra y mar, se unían allá abajo por una kilométrica cremallera de arena y olas blancas sin fin que yo no había visto en ninguna otra playa.

Aquel paisaje de luz de dimensiones colosales, de vida y de paz, se quedó grabado para siempre en la retina de una niña que con nueve años no tenía vocabulario suficiente para poder explicar lo que estaba viviendo. 

Esa fue la primera de muchas visitas y estancias que tuvimos la suerte de disfrutar mi familia y yo durante varios años más. No tardé en descubrir desde allí los atardeceres, las tormentas sobre el mar, las procesiones nocturnas de enormes barcos entrando y saliendo del puerto de Huelva... Contemplar desde lo alto de La Torre cualquier día de otoño, invierno o primavera, en la mañana o al anochecer, era un auténtico regalo para los sentidos.

 

Y con todo, lo que recuerdo con más nostalgia es la luz del faro del Picacho haciéndonos compañía hasta el alba. Aquellas ráfagas algo lejanas, barriendo el ancho de la ventana con una cadencia matemática, me hacían sentir segura y protegida, y yo me dormía tranquila, porque el faro quedaba vigilante y no se iba a apagar. 

En las noches más oscuras de invierno el silencio del entorno subía el volumen, Mazagón parecía aún más solitario, y la imaginación infantil me llevaba a inventar que la pequeña casa con forma de torre era un navío más en medio de aquellas aguas que no se veían, solo se oían, y que los marineros de algún barco cercano me acunaban con sus salomas mientras el faro del Picacho hacía las veces de candil.

Varias décadas después, y ya desde una adultez metida en vena, me sigo asombrando de cómo una humilde y minúscula construcción colocada sobre un promontorio junto al mar me hizo sentir tan afortunada como posiblemente no lo hubiera logrado la más fastuosa de las mansiones. La auténtica naturaleza de lo extraordinario es así.

La Torre sigue estando en un sitio privilegiado, y yo sigo añorando aquel faro y aquel mar.



Sonia Serna San Miguel

Segovia, junio de 2024

Ilustración de Abel Jiménez Serna @abeljsart