jueves, 1 de septiembre de 2016

CON MIS RIZOS Y MI CARTERITA (MIS SONIADAS)






CON MIS RIZOS Y  MI CARTERITA
(MIS SONIADAS)



“En la mañanita del siete de septiembre, pero de hace cuarenta y cuatro años, Macu me escribía esa fecha en la primera hoja de mi nuevo y flamante cuaderno. Estaba siendo el verano de 1972 y yo tenía cuatro años, añitos, mejor dicho, vistos desde la atalaya de los que sumo ahora, y asistía a sus clases particulares, al igual que otros tantos niños del pueblo. Yo no sabía leer ni escribir, aún no iba a la escuela, y Macu, una adolescente con infinita paciencia de estudiante ilusionada, me enseñó a sacar del lápiz mis primeros trazos, letras y números rebeldes que no se dibujaban por donde mi manita quería, porque mis garabatos nunca han entendido mucho de disciplina, la verdad sea dicha, para agotamiento de los profesores que en los cursos posteriores se empeñaron en domármelos con cuadernos de caligrafía (lo siento, señor Rubio, pero no pudo ser).

De aquellos veranos recuerdo algunos detalles casi con perfección, o al menos con la perfección subjetiva que me ha llegado hasta ahora, la que ha sobrevivido al filtro de los años y a la memoria selectiva, y recuerdo sobre todo luz, claridad, mucha claridad, días de sol intensos y alegres que te agarraban de la mano y te hacían salir a jugar al corral, o a la puerta de la calle si no pasaban coches y prometías no alejarte. No sé qué se puede prometer con cuatro años, o qué fidelidad pretende obtener un adulto de la promesa de alguien tan pequeño, pero ahora comprendo que nuestras madres, sobre todo, y también algunos abuelos, a pesar de nuestras promesas de no alejarnos y de no hablar con extraños, harían mil interrupciones en sus tareas diarias para poder vigilarnos desde las ventanas cuando nos separábamos tres pasos de nuestras fachadas, aunque eso nosotros no lo sabíamos, y nos sentíamos libres, lo éramos, y con ese desconocimiento de ser observados transformábamos sin pudor nuestro corral, o el de nuestros primos, o vecinos, en un barco de piratas, en una pista de carreras para coches o en una escuela en la que el más mayor hacía de maestro. Y todo esto lo recuerdo con la luz de un sol blanco al que pocas veces he vuelto a ver en mi vida, quizás porque el blanco lo ponía nuestra inocencia. Eran veranos sencillos y eternos en un mundo lleno de mayores, porque casi todas las personas que conocíamos eran mayores que nosotros, muy mayores, por lo menos de ocho años de edad en adelante.

Los paseos de mi casa hasta el local que Macu convirtió en escuela los tengo difuminados, porque lo que realmente recuerdo es estar ya en clase, sentada en una sillita, con una pared a mi espalda, alguien sentado a mi izquierda y, unos alumnos más allá, la ancha puerta de la entrada, casi siempre abierta, mientras yo me peleaba con los palotes que salían de mi lápiz, que no me hacían caso y caían torcidos hacia cualquier dirección. También recuerdo sentirme muy pequeña al lado de los demás alumnos, casi todos mayores que yo, algunos incluso gigantes, gigantes importantes, porque sabían leer, escribir y hacer cuentas, y yo no.

Supongo que a estas clases me acompañaba mi madre, eso no lo recuerdo, pero me pregunto qué pensaría ella de esa niñita de rizos castaños, rizos tan rebeldes como su caligrafía, que le daba a ella una manita y que con la otra sujetaba orgullosa una carterita prácticamente vacía, rellena con poco más que un estuchito y un cuaderno que resonaban con el vaivén del brazo porque era una cartera rígida, de asa también rígido, que olía a nueva y a niñez, como sólo huelen las cosas que tocan los niños. Yo balanceaba risueña mis bártulos recién comprados porque eran mi primera cartera, mi primer cuaderno, mi primera ocupación, mi primera obligación. Ir a clase como los mayores… ¡Qué gran paso!, qué importante iba a ser todo a partir de entonces…
No sabíamos lo que era el futuro, evidentemente, no entendíamos ese concepto, ni falta que nos hacía, así que no era necesario planearlo, pero era obvio que el resto de nuestras vidas tendría que ser algo fabuloso, una sucesión de fiestas encadenadas, una partida eterna en un tablero de colores, un juego divertido alargado por siempre jamás -¿qué otra cosa, si no, podría ser la vida?-, y asistir a las clases de verano era parte de ese juego, así como aprender lo que no sabíamos para luego llegar a casa y dejar a nuestros padres boquiabiertos con nuestra sabiduría, mucho mayor por supuesto que la de nuestros hermanos pequeños. Éramos sólo niños, nada más.

Todo esto me viene a la mente, por no decir al corazón, ahora que empieza un nuevo curso escolar, y con él la ilusión y la esperanza que se tienen cada año de que semejante aventura transforme al alumno en una persona mejor. Crecemos con cada curso cuando somos alumnos, y volvemos a revivirlo como progenitores, o como docentes, y nos sorprendemos olisqueando los cuadernos nuevos y abriendo los estuches para emocionarnos con el espectáculo de los colores recién afilados; hojeamos los libros de texto como si nunca hubiéramos visto ninguno, como si no supiéramos ya cómo se hacen las sumas y las restas, y los forramos con la fe de que así conservarán por siempre la sabiduría y el brillo que sabemos que contienen.

Sí sé lo que pensaban mi madre o mi padre cuando me llevaban de la manita hasta las clases de Macu; lo sé desde que tengo hijos, y ahora comprendo que mis padres no vieran el sol tan luminoso como yo lo recuerdo, que sólo vieran un corral donde yo veía magia, y que supieran que el futuro no es un columpio colgado de las nubes que se mece infinitamente; ahora sé que ellos me llevaban al colegio por unos motivos que en ese verano no eran los míos, pero sí sé lo importante: que me llevaban a clase porque sabían que eso era bueno para mí, lo era en ese momento y lo sería para el futuro, y lo hacían como un acto de amor absoluto por el que los estaré eternamente agradecida.”









 Macu con sus alumnos en el verano de 1972 en Otero de Herreros (Segovia)






Sonia Serna San Miguel
(1 de septiembre de 2016)



8 comentarios:

  1. ¡Muchas gracias, Pili! Ppr cierto, qué guapa te veo en la foto..😘

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  2. ¡Muchas gracias, Pili! Ppr cierto, qué guapa te veo en la foto..😘

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  3. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  5. Estupendo relato, me ha hecho recordar el olor que desprendía aquella carpeta de símil piel con su cremallera, el carboncillo del lápiz y el aroma a nata de la goma de borrar.

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    1. Muchas gracias, Alejandro. Me alegro de que te haya gustado. Nuestra infancia va quedando ya muy lejos, es cierto, pero tenemos grabados para siempre sus olores, colores, y hasta el tacto de todo aquello que era tan nuevo para nosotros.

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