ENTERRANDO A LA MUERTE
“Reconozco que esta mujer es
para mí un misterio, y que me asombra, me inquieta y me desagrada a partes
iguales. Quizás gane el desagrado, sinceramente.
La recuerdo siendo siempre
adulta. Yo era niña y ya entonces ella era adulta, no joven ni adolescente,
sino adulta. Yo era aún pequeña cuando ella ya pertenecía a ese estrato de
personas a las que los niños de entonces llamábamos “de usted”. No sé si la
vida le privó de las etapas de la infancia y de la juventud, pero yo diría más bien que esta rancia mujer nació adulta y antigua, mayor y pasada de moda; juraría incluso
que nació con el pueblo, hace siglos, y a la vez que nuestros antepasados y que
todo lo viejo y desgastado que aún pervive en esta comunidad. No me extrañaría
que nadie recordara cómo ni cuándo apareció entre nuestras calles, como no me
extrañaría que apareciera ya retratada en una amarillenta fotografía del siglo
XIX.
Hace años que los demás
hemos vivido, agotado y cerrado etapas, pero ella sigue conservando la misma
apariencia de adulta gris y decadente por los años de los años; no es anciana
ni vieja, ni creo que vaya a serlo nunca, y parece vivir del aire y del
monótono rotar del sol y la luna, desafiando al paso sano y natural de la vida.
Sus andares bastos y lentos la siguen desplazando por las calles del pueblo en
busca de cotilleos recién horneados con los que alimentar su vacuidad mental.
Su presencia por cualquier calle o esquina sigue teniendo algo de perturbadora,
y su cuerpo, un embutido cilíndrico y desgarbado, mejor tratado por el paso de
los inviernos que por ella misma, deja a su paso un olor desagradable a almidón y leña
vieja. Algunos kilos de más y un puñado de cabellos ya blancos diferencian su
figura actual de la de marras, porque el peinado y sus vestidos estrafalarios parecen
los mismos, tan trasnochados entonces como ahora.
Puedes pasar un tiempo sin
encontrártela, o sin reparar en su presencia, pero si quieres verla, ve a un
entierro, al que sea que haya en el pueblo, que allí estará, impertérrita,
tiesa, perenne, como si de verdad sintiera esa muerte o cualquier otra. Su
grotesca sombra pasea entre las tumbas como si fueran los pasillos de su casa,
y cuando alguien muere es la primera en acudir ante los pobres dolientes para dar
pésames a diestro y siniestro, intentando llorar con una sonrisa torcida y
llena de huesos, y recitando una letanía tan fría y monótona como su propia
vida.
“No somos nadie”, repite
hasta la saciedad en cada entierro. Ella sí debe de ser alguien, probablemente
en los infiernos, porque parece inmortal. Injustamente inmortal.
Mujer en blanco y negro,
siempre esbozando una mueca inquietante como sacada de una estampa antigua, de
un mundo que ya no existe.
Alcahueta indolente, no ha
faltado a ningún funeral desde que la recuerdo. Allí ha estado siempre, en los
entierros de abuelos, padres, hijos y nietos, amigos y vecinos, despidiendo a
personas que no debieron irse, llorando a todos con el mismo número de
lágrimas, en idéntico ritual, como si no merecieran más. Asiste a todos los
funerales del pueblo, muerto tras muerto, sacerdote tras sacerdote, enterrador
tras enterrador.
Plañidera bobalicona, testigo de las trágicas mudanzas de los
hogares a las tumbas, todos envejecemos menos ella. Quizás se nutra de los
infortunios ajenos y por cada enfermo que visite o cada funeral al que acuda el
diablo le premie con asistir al siguiente sepelio. Nos está enterrando a todos,
ya no tiene familia y apenas le quedan conocidos.
¿Quién irá a su entierro?
¿Quién va a los entierros de las personas que no tienen a nadie? ¿Quién va a
estar allí para verlo, además del diablo?”
(Fragmento
original de un relato)
Sonia Serna San Miguel
Otero de Herreros, 22 de
junio de 2017
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