POBRE, VIEJO MIGUEL
“El viejo Miguel viene todas las tardes a esta
playa. Siempre. Incluso cuando llueve o hace viento acude a su cita con el mar,
y aquí permanece hasta que se pone el sol. No se sabe mucho de este buen
hombre, sólo que se llama Miguel, que siempre va solo y que hace años que se le
ve envejecer al mismo ritmo con el que el mar le va comiendo la madera a aquel
viejo balandro encallado en la arena.
Dicen en el pueblo que el viejo Miguel llegó hasta aquí
en un barco pesquero “hace lo menos…cuarenta años”, cuentan sus vecinos. Nadie
sabe más de él. Callado, trabajador, solitario, honrado, triste, muy triste.
Miguel pasea esta tristeza perdido dentro de una chaqueta raída de color marrón,
que seguramente un día fue de su talla, y se cubre con una melancolía espesa e
indisimulable que le hace arrastrar su alma por donde quiera que va.
-“No le deis conversación, que no le gusta…”
-“¿Que a qué va a la playa? Vete a saber, no estará
muy bien de la cabeza…”
No hay forma de saber más sobre este hombrecillo. Él
no cuenta nada, y los más cotillas del lugar hace años que se cansaron de
preguntarle en vano, así que es probable que lo poco que se conoce de él ni
siquiera sea cierto. Miguel es, simplemente, ese viejo marinero que va todas
las tardes a la playa para Dios sabrá qué. Tal vez sea simplemente un romántico,
o un soñador, o un loco, o un hombre que no quiere hacerle compañía a la soledad
de su casa o de su vida. Tal vez venga hasta aquí para olvidar, o para recordar,
para pensar o para no tener que pensar.
Sea como fuere, el anciano no falta a su encuentro diario con la playa; se sienta sobre una pequeña roca y se queda mirando al mar como
si esperara a alguien. Frente a las olas sus ojos se transforman, se tornan
azules o grises, según el color del agua, y se olvida de pestañear, y contempla
el paisaje con la fe absoluta de encontrar lo que está buscando, o de
comprender lo que se está preguntando.
Hoy hace un día desapacible, frío y con lluvia, pero
por allí viene el viejo marinero, puntual, con su chaqueta marrón, su paraguas
y su perenne melancolía, ajeno a las dificultades con las que el clima le
quiere amilanar. Ahí está el viejo loco, el pobre lobo de mar que se ahoga
estando en tierra firme.
Es el mismo ritual cada día, en el mismo orden. Así
ha sido siempre… Hasta hoy.
Lleva Miguel sentado unas dos horas cuando algo llama
su atención, algo que brilla entre las olas con el poco sol que queda. Miguel se
pone en pie, estira su flaco cuello hasta que el cuello se le acaba y tiene que
ponerse de puntillas. Le cambian la mirada y la expresión, y el pobre diablo se
lleva las manos a la cabeza mientras sonríe tan incrédulo como nervioso. Gesticula emocionado y se acerca hasta el objeto.
“¡Sin duda, es un milagro!”- grita para sus adentros
el anciano.
Parece ser lo que ha estado esperando durante todos
estos años. Es una botella de cristal con un papel dentro. El viejo loco abraza
la botella en silencio, la mira, la besa, la vuelve a abrazar, da unos pocos
pasos hacia atrás, hacia un lado, hacia el otro, vuelve a sonreír y mira al
cielo mientras sigue abrazando la botella.
Se serena, o lo intenta, respira hondo y quita el
tapón. Saca el mensaje con algo de dificultad porque las manos tiemblan de
emoción y de ancianas. Con la botella aún en la mano izquierda lee el mensaje
que sujeta su mano derecha. Lo vuelve a leer. Y una vez más, y otra, y otra…
Miguel ya no sonríe. Se queda inmóvil con la mirada perdida
entre las olas y el rostro empapado por la lluvia y el fracaso. Miguel siente cómo su corazón se hace pedazos contra el oleaje. El naufragio es inminente.
Como el que sufre un desmayo, cae de rodillas sobre
la arena y llora amargamente.
Una hora después, ya de noche, el viejo Miguel sigue
arrodillado, la cabeza hacia abajo, hundido en su desolación, enajenado.
Al fin levanta la mirada, sus ojos sin color
recorren lo que le rodea, como si nunca hubiera visto esta playa, y con
dificultad pero con determinación se pone en pie y camina hacia las olas.
Con la botella en una mano y el mensaje en la otra
Miguel y su misterio se pierden para siempre mar adentro.”
Sonia Serna San Miguel
(Segovia, 20 de septiembre de
2017)
¡Este se me había pasado! Y ya lo siento...
ResponderEliminarPrecioso texto sobre las ilusiones rotas. Ese viejo Miguel nos atrapa desde que nos lo presentas y nos unimos a él en su inquietud, en su búsqueda, en su encuentro. Y también, finalmente, en su desilusión. No sabemos qué es lo que espera ni qué es lo que encuentra, pero lo entendemos, lo comprendemos como si fuéramos él (que no lo somos). Y lloramos, porque el final no es el que nosotros hubiéramos deseado, si bien sabemos y asumimos que es el que él deseó y buscó.
Otro texto excelente, Sonia. Este y el que antes he leído, «Estrellas de octubre», me han venido muy bien, porque me han servido lo dos de vía de escape a la situación que se está dando esta tarde (ya sabes...). Así que, además, de bálsamo para mis sentidos, me han permitido ausentarme de la trivialidad, por más importante que pueda llegar a ser, y de la sinrazón en la que nos quieren meter unos y otros.
Así que, de nuevo, te felicito. Y de nuevo, también, te mando un beso.
Muchas gracias por tus palabras. Tienes roda la razón. La realidad que nos cuentan los informativos es muy importante, la de hoy y la de mañana, pero es más importante aún saber cuándo aparcarla para ocuparnos de nuestros propios goces, sea una lectura, sea un viaje o sea lo que se tercie. ¡Viva la evasión! Un besote
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