EN TACATÁ POR EL PARADOR
“Debo de ser muy pequeña
porque me pasean en carricoche y duermo en cuna. Vivo con mis papás en una casita
aislada, en un pinar al borde del mar y muy cerca de un edificio moderno que acaban
de construir. En este entorno siempre hay mucha luz, se oyen de fondo el mar y
las gaviotas y huele a salitre, a pinos y a eucaliptos; también huele a sol cuando
cierras los ojos, pero esto no sé describirlo.
Los caminos de esta zona
son de arena fina y están sembrados de piñas y de unas hojitas muy finas y
puntiagudas que caen de los árboles. Cuando sea mayor sabré que estos pinchitos
tan peculiares son hojas aciculares.
A menudo mis papás me
bajan a la playa y juegan conmigo a escapar de las olas o a encontrar coquinas.
Me divierte la sensación de perder mis piececitos bajo la arena de la orilla
para luego sacarlos y mirar cómo mis huellas se llenan lentamente de agua. Es
una magia que me hace reír y que mis padres me regalan una y otra vez con una
paciencia infinita.
Mis papás parecen encantados
de estar en este lugar, donde también viven mis padrinos Esther y Emilio y con
quienes sé que compartiremos destino en el futuro en más de una ocasión. Veo a
mis padres felices cuando tratan con las gentes de la zona, habitantes casi
todos de un pequeño barrio cercano al que llaman Poblado. Uno de estos vecinos es
una chiquita joven que ayuda a veces a mi mamá a bañarme y pasearme. Es muy
dulce y se llama Mayor, Montemayor. Mis padres la recordarán durante toda su
vida, y yo también.
Como aún no sé andar, a
ratos me meten en un tacatá blanco que ha fabricado para mí el señor Militino, un
segoviano, como mis papás, que ha trabajado en ese nuevo edificio. Cuando me meten
en el tacatá me siento libre, y mayor, y veloz, y correteo por unos pasillos
largos y luminosos que a mí me parecen infinitos, y que son de esta casona grande
que acaban de construir.
Últimamente en este
edificio nuevo de paredes blancas, grandes ventanales y anchos pasillos hay
mucho ajetreo, llamadas de teléfono y adultos que van y vienen limpiado y
colocando cosas. Da la impresión de que se está organizando alguna fiesta, y, mientras
los mayores se afanan en lo que sea que estén haciendo, yo miro a través de las
ventanas según las voy alcanzando con mi tacatá. Ahí fuera hay jardines, y es
maravilloso ver el color verde de los pinos y el malva de las flores de la uña
de león. El cielo está casi siempre de un azul tan reventón que parece que
alguien sube a enlucirlo cada día. También hay un trocito de mar, o de cielo,
en una piscina grande que hay en medio del jardín.
A mí todo esto me parece
un sonajero gigante, un juguete a tamaño real que huele a aventuras. Me pregunto
si todos los adultos que me rodean lo ven de la misma forma, y no entiendo que
no correteen en tacatá por esta especie de palacio como hago yo.
Soy muy pequeñita, pero
sé que estamos en octubre de 1968 y que esto es el nuevo Parador de Mazagón. La
empresa en la que trabaja mi papá como encargado de construcción ha estado terminándolo
durante los últimos meses y están a punto de inaugurarlo; de ahí las prisas,
los nervios y la ilusión contagiosa.
Sé que todo saldrá bien y
que lo celebrarán con la satisfacción del trabajo bien acabado y el sueño hecho
realidad.
Mis padrinos, mis padres
y yo nos iremos de este maravilloso lugar y nos lo llevaremos para siempre en
el corazón. Mi madre está embarazada de mi hermano, así que se lleva un milagro
más.
También sé que volveremos
a Mazagón y que fabricaremos recuerdos nuevos.
Soy un bebé, pero sé que en
el futuro ningún otro pino de otro pinar olerá como estos de Mazagón, que ninguna
otra arena de otra playa me recogerá los pies con tanta dulzura, y sé que en
ningún otro sitio el sol dejará este perfume blanco sobre mi piel.
Soy muy chiquita, pero sé
que pertenezco a este lugar para siempre.”
Sonia Serna San
Miguel, mayo de 2021
(Segovia)
Dedicado con todo el amor
a la memoria de mis padres, Víctor Serna y Tasina San Miguel, apasionados de
Mazagón y sus gentes.
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