martes, 20 de junio de 2023

LA CASA DEL VIGÍA (RELATO)

 




La Casa del Vigía

Hoy ha amanecido Mazagón enredado en niebla, y cada vez que esto ocurre vuelvo a recordar al viejo marinero que conocí en una tarde también neblinosa.

Eso fue hace muchos años, en un domingo de invierno. Había sido un día tranquilo, y quise terminarlo paseando hasta la Casa del Vigía. Justo antes de llegar, una niebla intensa acabó con la poca luz que le quedaba al cielo, y como la humedad empezaba a calar, decidí dar media vuelta y entrar en uno de los bares que aún seguían abiertos en el centro de Mazagón.

En el interior había un grupo de clientes habituales. Estaban en una esquina de la barra charlando con el camarero sobre lo desapacible del clima y la oscuridad que habían traído las nubes. Me hicieron partícipe de la conversación en cuanto me vieron entrar frotándome las manos de frío. Les comenté que la niebla me había sorprendido de camino a la Casa del Vigía.

—­­­­­­­ ¿A la Casa del Vigía? Perdone que me inmiscuya, señorita, pero… ¿Ha llegado hasta allí? ¿La ha visto? — preguntó una voz desde el otro extremo del local.

Estas palabras hicieron que todos nos giráramos hacia la mesita que estaba junto a las ventanas. Desde ese rincón me miraba absorto un señor en el que yo no había reparado hasta ese momento. El tipo, que estaba solo, parecía sacado de uno de esos libros de navegantes intrépidos de hace dos siglos. Era corpulento, tenía barba y bigote muy cuidados, y su ropa era elegante, aunque pasada de moda. Sobre su mesa se enfriaba una taza de café negro, y junto a la taza había un libro antiguo y amarillento, con el lomo deshilachado. El tono de voz del hombre, muy educado, denotaba cierta intriga y desazón.

— ¿La ha visto? — me volvió a preguntar abriendo unos enormes ojos azules que habían estado escondidos en su rostro ajado.

Comencé a explicarle que no había llegado a ver la Casa del Vigía porque la niebla apareció de repente, y que decidí darme la vuelta, pero antes de acabar mi respuesta me interrumpió para pedirme, con mucha amabilidad, que me sentara a su mesa. Al notar mi perplejidad me lo volvió a pedir, esta vez poniéndose de pie e invitándome con su mano a ocupar una silla junto a la suya. 

Por favor, señorita… — me suplicó, también con su mirada. Me sentí comprometida y sin escapatoria, pero parecía significar tanto para él, que accedí.

Agradeció mi gesto cogiendo con delicadeza mi mano entre las suyas, y se presentó.

Me llamo Zenón. Siempre fui marinero. He navegado por todos los mares del mundo y, a pesar de no ser de por aquí, conozco palmo a palmo toda la costa onubense. 

Hizo una breve pausa y volvió a preguntarme si había llegado a ver el edificio, si había visto al menos la silueta de la terraza acristalada, y si allí había vislumbrado algo o a alguien. 

Es muy importante para mí — dijo lentamente y con tristeza.

De nuevo le contesté que no, que me di la vuelta unos metros antes de llegar porque no iba a poder fotografiar el atardecer, como hago otras veces, y porque empezó a hacer frío.

Qué lástima. Es que sólo se asoma cuando hay niebla, y hace tiempo que yo no consigo verla. Yo también vengo de allí. Y tampoco la he visto. Verá… Hace muchísimos años, cuando yo era marinero y nuestro barco entraba por este canal, la Casa del Vigía era mi referente emocional, porque me recordaba a la casona en la que me crié. Divisarla era para mí un aliciente, un alivio para el cansancio y la soledad. En un viaje de aquellos, cerca ya de esta costa, nos sumergimos de pronto en una bruma espesa, como la de hoy. Aun así, por superstición, por ritual, no sé por qué, me empeñé en no perder de vista el edificio. Y de repente la vi. Apareció en el ventanal acristalado de la esquina, mirando mar adentro.

En ese momento el señor Zenón cogió el libro viejo que tenía sobre la mesa y lo abrió por las hojas que tenía marcadas con un trozo de lazo negro. La página de la derecha la ocupaba por entero la ilustración de una mujer joven, preciosa, con un vestido oscuro y adornos de azabache; sus cabellos eran muy rubios, recogidos con un lazo también negro, como el que marcaba las páginas del libro. La joven tenía la mano izquierda apoyada en el alféizar de una ventana y la mirada perdida a través de su cristal.

Vi a esta mujer. Aquel día y varias veces más, y siempre a través de la bruma, nunca a plena luz — me decía mientras señalaba con su dedo el rostro de aquella joven. Por lo visto, el libro narraba la triste historia de una mujer, la del dibujo, que se quedó en tierra esperando a un prometido que nunca volvió.

— Yo tampoco volví, ¿sabe usted? Todo me parecía poco en aquellos años. Mi casa, mi vida, ella...Y me fui. Me iba a comer el mundo, pero... — susurró mirando a través de la ventana, y en un tono tan apagado que apenas entendí el final de la frase. Le llevó unos segundos salir de su ensimismamiento, y después retomó su narración.

— La dama que se asoma a las cristaleras de la Casa del Vigía los días de niebla, es esta, es esta, lo juro, lo sé… — prosiguió mientras volvía a señalar con el dedo la imagen del libro.

Prosiguió con varios detalles más, haciendo hincapié en las coincidencias entre su vida y la historia que narraba la novela. Su relato era fascinante, cautivador, y nada me hubiera gustado más que creer que todo aquello era cierto, pero no fue así. Sin embargo, el señor Zenón se expresaba con tanta lucidez (lucidez aparente, al menos), que decidí alargar algo más la conversación y los cafés. Cuando la sobremesa se agotó, le deseé suerte y ánimo con sus sueños y esperanzas. Se despidió agradeciendo mi atención y deseándome fe. Salud y fe, me dijo. Puso entre mis manos el lazo negro del libro, me obligó a aceptarlo, y se fue.

No puedo describir lo que sentí mientras veía al viejo salir del bar. Lo que empezó siendo un encuentro extraño y surrealista acabó por ser un capítulo inolvidable y enternecedor.

Esto ocurrió hace al menos veinte años. Nunca volví a ver al marinero Zenón ni encontré a nadie que lo hubiera conocido. A la hermosa dama que supuestamente se deja ver en la Casa del Vigía en los días de mucha niebla yo la llamo, cómo no, Penélope.

Como dije al principio de este texto, hoy también amaneció Mazagón con una espesa niebla. Dad por hecho que iré a la Casa del Vigía. Quién sabe si dentro de muchos años no sea yo quien cuente desde la esquina de un café que un día vi a una tal Penélope asomada al ventanal. O quizás cuente que Penélope era yo.



Sonia Serna San Miguel
(Segovia, junio de 2023)

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