miércoles, 13 de julio de 2016

CAMINO AL PASADO (MIS SONIADAS)





CAMINO AL PASADO


"Ya estamos en el fin de semana, así que mis cálculos culinarios se limitan a tener lo suficiente como para cubrir los primeros días de la próxima semana; al fin y al cabo el sábado y el domingo son días de comer de retales, de raciones de bar, de aperitivos interminables, de pizzas y de hamburguesas que quieren suplir sin éxito las comidas de fin de semana en casa de los abuelos. Por supuesto que estos apaños no se pueden comparar con los asados de pollo de mi madre, pero necesitamos seguir haciendo ese quiebro a la rutina, ese guiño a la locura inocente de comer diferente uno o dos días de cada siete.
Pero hoy tengo otra receta en mente: montar con mis hijos en el coche y encaminarnos al pasado.
Así lo hacemos, y al cabo de veinte minutos ya estamos girando en la última rotonda antes de llegar. Efectivamente, ahí aparece, al final del camino, más y más grande conforme nos acercamos a muy poquita velocidad, casi parados.

No recuerdo qué día hace, si soleado o nublado, pero aquí eso es indiferente. La vida, la que hay aquí, se concentra desde la copa de los árboles hacia abajo, de forma que el cielo, escondido entre bastidores, pierde protagonismo.

El aspecto de este lugar me parece siempre el mismo. Los árboles, los altísimos árboles, hacen guardia eterna en el mismo sitio, en el mismo orden, con el mismo celo.  Es una pena acceder al edificio grande desde uno de sus lados. Si la llegada en coche fuese directamente de frente a la fachada principal pensaríamos que nos estamos confundiendo de época, porque se vería este edificio con todo el sentido que seguramente un día tuvo. Su fachada principal nos indica con precisión y porte por dónde hay que entrar, así que no hay más que aparcar el coche y dejarse llevar por el túnel del tiempo que tantas ánimas inocentes han tejido a lo largo de sus interminables historias.

Nada más bajar del coche nos adelanta un hombrecillo en pantuflas que quiere correr; de hecho es lo que hace, pero apenas avanza a pesar de su empeño. La esquina de la casona está a dos metros y el hombrecillo tarda una eternidad en doblarla, pero al fin lo consigue. Mis hijos me miran. Entienden la situación y, queriendo engañar su propia compasión por el anciano, me dicen con una sonrisa bondadosa “¡Oye, cada cual se entrena como quiere!”.
Apenas hemos dado unos pasos más cuando una trabajadora del edificio nos pregunta si hemos visto pasar a un señor delgado y calvo a toda velocidad. Lo de “toda velocidad” nos hace reír y le señalamos por dónde ha desaparecido la bala humana. Nos volvemos a mirar mis hijos y yo, ya absolutamente concienciados de en qué tipo de recinto estamos, por si haber venido en tantas otras ocasiones no hubiera sido suficiente.
Con tristeza y resignación, pero con ánimo firme de querer seguir adelante, entramos en la casona por la puerta principal.

El edificio tiene un estupendo recibidor, amplio, de techos altísimos, como en todas las estancias. Su estética es una lucha entre lo que seguramente debió de ser hace décadas y lo que pretende ser ahora. El mobiliario es actual, de colores alegres, y aguanta decentemente el tipo ante los suelos y paredes que se empeñan en recordar lo que una vez fueron.  
De frente y al fondo, como en un segundo recibidor y medio en penumbra, nos abre sus brazos la escalera, con sus anchos escalones cercados por las barandillas . Nunca las he subido, no sé adónde llevan, pero siempre me las quedo mirando como esperando una aparición, una estampa del pasado, porque supongo que aquellos fantasmas de antaño no andarán muy lejos, y por aquí seguirán retumbando sus risas, sus gritos, sus llantos y sus sueños,  porque los pacientes psiquiátricos tendrían también sus propios sueños y esperanzas, por qué no, y lucharían contra sus malditos demonios para salir algún día de entre estos anchos muros y poder vivir más allá de los árboles que hacen guardia ahí fuera. Imagino que no lo consiguieron.

Hoy en día esto no es un psiquiátrico. Es una residencia para mayores dependientes y nosotros no necesitamos subir las escaleras. De momento nos quedamos en el presente, y para eso tenemos que girar a la izquierda en el piso bajo. Entramos en un gran salón y ahí está, sentadita en su silla de ruedas, dando palmas de alegría porque nos ha visto enseguida. 
Es mi madre. Tiene un aspecto estupendo y habla alto y claro, con energía, aunque con la visión de la realidad alterada, la que le desordena el Alzheimer.
Mis hijos se pelean por conducir la silla de ruedas, por coger a la abuela de la mano, por traerle un vaso de agua, por contarle todo lo que ha pasado esta semana. Así pasamos un buen rato hasta que el olor a comida invade el salón. Huele muy bien, es cierto, y el aroma a calentito y a sabroso activa la rutina de mi madre y la del resto de residentes, que se encaminan con premura al comedor con la ayuda amable de las personas que trabajan en la residencia.

Es el momento de irnos. La despedida se alarga porque las manos no quieren separarse. Entre besos al aire, sonrisas y mucha tristeza al fin nos vamos, más destrozados que enteros, y salimos añorando aquel pollo asado que nos hacía mi madre los fines de semana. Echamos de menos aquel olor maravilloso a los ajos y patatas panadera que ponía bajo las piezas del ave y a la cerveza con la que regaba el asado. En realidad, lo que echamos de menos es ver a mi madre en su cocina, a mi padre a la cabeza de la mesa y a aquellos días en los que íbamos a visitar a los abuelos sin miedo a ver aparecer fantasmas por las paredes, porque no los había."


Sonia Serna San Miguel

(5 de diciembre de 2015)

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