miércoles, 13 de julio de 2016

EL EFECTO MARIPOSA (MIS SONIADAS)





Hace unos días fue mi cumpleaños y me regalé no tener que cocinar ni limpiar después el campo de batalla. Las cacerolas y yo necesitábamos que corriera el aire entre nosotras, un poco de distanciamiento para no quemar esta forzosa relación a la que nos vemos abocadas las dos partes, así que aprovechando la fecha y, todo hay que decirlo, con una gula indisimulable por comer un postre de esos que sólo pedimos en ocasiones especiales a sabiendas de que después te tocará echar mano de las sales de fruta, decidimos comer fuera de casa.
Eligieron los niños el lugar (¡Oh, sorpresa!) y quizás por eso salí del restaurante con tres globitos y una lámina para colorear, pero feliz a fin de cuentas por haber podido celebrarlo un año más junto a los míos. En realidad, celebrar todos los cumpleaños es algo que siempre hemos hecho en mi familia, en casa de mis padres y ahora en la mía propia, como imagino que se hace en casi todos los hogares.  Por supuesto que el tipo de festejo depende de las circunstancias, con celebraciones más o menos modestas, con más o menos ánimo, o con más o menos gente, pero en mi familia siempre ha habido un brindis, no sólo por la persona que cumple años, sino por hacerle un guiño entrañable y nostálgico a aquel día en el que esa persona vino al mundo para cambiar para siempre las vidas de sus padres y las del resto de la familia y amigos.
Creo, sinceramente, que no somos conscientes de lo que homenajeamos cuando felicitamos a alguien por su cumpleaños. Solemos decir “Felicidades, que cumplas muchos más” y frases por el estilo, como es lógico, y además realmente creo que sentimos lo que decimos, que felicitamos de corazón, pero  la costumbre de felicitar y celebrar pomposamente cumpleaños ha cogido, quizás, tanta carrerilla que no reparamos en la importancia vital y emocional de lo que estamos festejando, que es ni más ni menos que el nacimiento de una persona, ahí es nada, añadiendo a esto que nunca antes había existido una persona igual a ella y nunca más va a existir otra. Simplemente este hecho en sí, el aterrizaje en este mundo de un ser vivo único, es un milagro químico, un malabar biológico, brillante, que tiene lugar al final de un complejo proceso natural casi perfecto y de proporciones extraordinarias, con un resultado maravilloso. El mundo entero cambia con el nacimiento y muerte de cada individuo, estoy convencida de ello, tenga lugar este suceso en nuestro país o en las antípodas, en nuestra época o en cualquier otra, nos demos cuenta o no, el nacimiento y muerte de cada persona altera  nuestra propia existencia, la de cada uno de nosotros, de la misma forma en que se dice que es capaz de cambiar el curso de la naturaleza el simple aleteo de una mariposa, creando un efecto secuencial al alterar primero su entorno, después el entorno de su entorno, y así infinitamente, diría yo, por aquello de que la energía ni se crea ni se destruye.
Pero por si nos quedaran lejanas, desconocidas y ajenas las vidas y muertes de tantas y tantas personas que jamás hemos conocido ni conoceremos y que en realidad no nos importan, porque es cierto que triste y lamentablemente no nos importan, vuelvo a nuestro mundo, a nuestras celebraciones, a las que nos afectan en un, digamos, primerísimo grado, o sea, nuestro propio cumpleaños; más aún, nuestro propio nacimiento.
Confieso que antes de ser madre mi cumpleaños era mi cumpleaños, el de mi padre era el de mi padre…, es decir, felicidades y que cumplas muchos más. Sin embargo, desde que tengo hijos celebro mis cumpleaños con un amor y dulzura infinita hacia mis padres, también hacia mis abuelos, bisabuelos… Me acuerdo de todos ellos, incluso de los que nunca conocí. Todos fueron primero un proyecto, después un bebé, años más tarde unos jóvenes ante el nacimiento de sus propios hijos…Es tan hermoso y esperanzador el nacimiento de cualquier persona…

Pienso en mis padres en el momento de mi nacimiento y me instalo mentalmente junto a ese joven matrimonio que espera impaciente en aquella habitación de hospital; los noto  asustados, cansados pero entusiasmados ante la llegada de su primer hijo,  igual de impacientes y asustados que estarían catorce meses más tarde ante el nacimiento de mi hermano. Ése es mi cumpleaños desde que soy consciente de lo que supone tener un hijo. Me pongo en el lugar de mis padres y presiento su ilusión, su miedo, sus visitas a los médicos, su entrega total a aquel embarazo de desarrollo incierto, sobre todo por las limitaciones técnicas de la época, sus desvelos y, por fin, su determinación total por que yo naciera; noto ese sentimiento desbordante e inclasificable que asaltaría a mis padres cuando por fin abrazaron a su bebé después de haberlo deseado durante tantos meses. Supongo que es la misma felicidad temblorosa que sienten unos padres adoptivos cuando les entregan a su hijo, sin duda. Por eso creo que es tan importante felicitar a nuestros padres cuando es nuestro propio cumpleaños, porque el día en que nosotros nacimos les hicimos padres, porque si no hubiéramos llegado a nacer, algo con unas probabilidades aterradoramente altas, por cierto, no habrían cambiado sus vidas en la forma en que la paternidad y la maternidad se las cambiaron.
Obviamente estamos pensando en familias emocionalmente sanas y equilibradas, y con condiciones de estabilidad y de vida básicas, en las que se celebran los nacimientos y se lloran las pérdidas, a pesar de las circunstancias por las que se esté atravesando en ese momento. Ya sabemos que en algunos dolorosos e injustos casos nacen niños no queridos por sus propios padres o familias, pero incluso estos niños, estas personas, seguro que en algún momento de su vida, si tienen la fortuna de vivir el puñado de años suficiente, han cambiado a su vez y para bien la vida de alguien, y ese alguien lo estará celebrando eternamente.
De la misma manera que en cada cumpleaños de mis hijos yo los miro mientras recuerdo minuto a minuto sus nacimientos, cada vez que celebrábamos mi cumpleaños estos últimos años, y mientras todos me felicitaban a mí, yo miraba a mis padres y les decía sin hablar “Así que…tal día como hoy hace tantos años vosotros estaríais emocionados porque yo acababa de nacer. Es mi cumpleaños, vosotros recordáis aquel día, yo no. Me felicitáis a mí, pero yo no hice nada, sólo nacer. Tenéis tanto mérito…Ahora lo sé”.
Nunca me alegraré lo suficiente de haber festejado con mis padres cada cumpleaños, los suyos y los míos, a veces en restaurantes, a veces en casa con patatas fritas y refrescos; celebro haberles hecho partícipes de su propio protagonismo, porque si para mí es especial la fecha de mi nacimiento para ellos lo era aún más. Ahora ya no puedo preguntarles cómo fue aquel día, o cómo fue mi infancia; me tengo que conformar con lo que me permitan mis recuerdos y suposiciones, así que si el día de vuestro cumpleaños vuestros padres os recuerdan una y otra vez cómo fue aquel día, escuchadles, porque para ellos fue un día maravilloso.

El otro día, el día de mi cumpleaños, después de la comida en el restaurante de los globitos, me fui a visitar a mi madre para agradecerle que hace años tal día como ése se convirtiera en mi madre. No lo recordaba claramente, pero algo debió de hilar entre explicación y explicación porque me abrazaba y me besaba deseándome que lo viéramos muchos años más.
No sé durante cuántos años más lo veremos pero, por este año, celebrada queda la vida, porque entiendo que así debe ser.


Sonia Serna San Miguel

(29-XII-2015)

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