miércoles, 13 de julio de 2016

POBRES PATATAS DE LOS POBRES (MIS SONIADAS)




Estoy despierta y todavía en la cama, pero espero obediente a que la alarma me obligue a levantarme, algo que hará sin miramientos a las seis y media de la mañana, como cada día de lunes a viernes.  No sé para qué la programo, sinceramente, porque siempre me despierto antes de que me aturda con su nana hipócrita y falsa (¿las nanas no eran para arrullar…?). 
Parece ser que hay una explicación científica para este despertar prematuro, algo así como que nos despertamos con el tiempo suficiente como para temer que la alarma vaya a sonar de un momento a otro, es decir, el hipotálamo nos regala un insomnio inútil, unos minutos de infelicidad y nerviosismo antes de que nos desquicie la alarma. Y lo hace. Suena, y molesta, y me quedo cinco minutos más pensando en la absurdez de levantarse cuando aún es de noche, teniendo en cuenta la cantidad de horas que desperdiciaremos luego a lo largo del día.
Pero me levanto, obedezco, y mientras intento resucitar echándome agua fría en la cara repaso mentalmente los víveres que nos quedan entre el frigorífico y la despensa. Hay bastantes, pero me tienen despistada, no casan unos con otros. No quisiera salir hoy a comprar nada y me obligo a apañarme con lo que haya en casa. A ver, en los últimos días hemos comido pescado, sopa, lentejas, arroz, verduras…
Me rindo. No sé qué hacer hoy de comida, y al sorprenderme a mí misma con esta frase tantas veces oída en boca de mi madre me ha venido a la mente, aún en coma y tiritando por el agua helada del grifo, una anécdota que nos contaba mi abuela acerca de una vecina suya. Parece ser que esta buena señora, que tendría la despensa tan vacía como el estómago, como la mayoría de despensas y estómagos en aquella España de la posguerra, llegó una de tantas tardes a casa de mis abuelos a hacerles una breve visita, a charlar un rato, con el auténtico sentido que se tenía entonces de visitar, acompañar  y charlar, sentido que ahora no conocemos, por cierto. Parece ser que entre las preocupaciones de esta atenta vecina estaba la de qué hacer para cenar ese día en concreto: “Chica, no sé qué poner hoy de cenar; ayer comimos huevos con patatas, luego cenamos una tortilla de patatas, hoy hemos comido patatas con huevo…bah, llámalo a todo hache”. Imagino que lo diría con la tristeza e impotencia de tener que alimentar a diario a una familia numerosa y hambrienta, sin poco más en la despensa que patatas, huevos y algo de pan, seguramente del día anterior.

Recordando esta anécdota he despertado definitivamente y me han sido concedidas dos certezas decisivas para el día que ahora empieza.
La primera de estas certezas vespertinas es que hoy voy a cocinar un revuelto de patatas a lo pobre. Sí, eso es. ¡Qué rico! Ya estoy oliendo el aceite calentito paseándose por toda la casa, con ese aroma a cebolla y patata… Decidido.  Revuelto de patatas a lo pobre, con cebolla y unos taquitos de chorizo de Guijuelo, riquísimo. Madre mía, no he desayunado y ya estoy pensando en la comida…
La segunda certeza es que hoy es sábado. Anoche no desconecté la alarma. He madrugado y me he congelado la cara para nada.

Bien, ya estoy liada con el revuelto de patatas.
Lo cierto es que me da pereza pelar estos tubérculos terrosos, pero una vez desprovistos de su tosca piel su interior amarillo, desnudo y carnoso avisa de la contundencia de su carácter. La patata troncha como hay que hacerlo, con decisión, con crujidos que sudan una sangre amarilla y potente como anticipo de lo que va a ocurrir más tarde en la sartén en cuanto arrime la cebolla y riegue todos los trozos con ese sol embotellado, ese tesoro de los olivares que es el aceite de oliva.
En cuanto abro la lata de aceite su aroma sacude mi imaginación e inmediatamente me veo sobrevolando los olivos, vareando sus verdes ramas y sesteando bajo sus sombras. Evidentemente esto no lo he hecho nunca, pero vierto despacio el líquido en la sartén y, disfrutando de su color amarillo reventón, casi verdoso, agradezco que alguien valore sus propiedades y se tome la molestia de embotellar esta maravilla para que yo pueda ir a la tienda y comprarla. El olor del aceite crudo me tienta a comerlo a cucharadas; lo dejo en tentación, y este olor se va transformando en más y más apetecible en cuanto empieza la cocción.
En esta ocasión estoy utilizando un fruto del sur, un Virgen Extra que compré porque me gustó el envase, así de simple, pero que ha resultado ser todo un señor en la mesa, como el caballero de aspecto formidable que se atusa y perfuma para salir a pasear y al que no puedes dejar de mirar hasta que dobla la esquina porque es él quien pone y quita la calle. Así es el virgen extra en las sartenes, el señor, el amo de la receta.
El espectáculo del aceite meciendo a los demás ingredientes y perfumando la cocina hace que olvide el madrugón absurdo de hoy, y mientras vigilo que patatas y cebolla no se quemen vuelvo a acordarme de aquella vecina, de mis propios abuelos, de sus interminables familias, de mis padres en su infancia rondando la mísera olla, como pajaritos esperando en el nido, y en definitiva de tantas y tantas mujeres que consiguieron, o al menos lo intentaron, poner cada día un plato medio decente en las mesas de sus casas. Cuántas patatas pelarían, un día y otro día, sin la frívola preocupación de si repetían o no receta; cuántos mendrugos de pan duro se prestarían unas vecinas a otras para tener con qué engañar las pobres sopas hechas con agua recogida de lejanos arroyos y calentadas con leña que había que salir a buscar constantemente, y todo para terminar hundiendo cuatro trozos de comida en a saber qué clase de aceite, si es que tenían aceite. Me pregunto si las patatas a lo pobre que hiciera aquella vecina de mi abuela olerían a sabroso y a vida como hoy huelen las mías; intento ponerme en su lugar y supongo que a ella le olerían a gloria bendita, porque sería aroma a salvación, a gratitud a algún dios que no lo mereciera, aroma a hoy mis hijos tienen qué comer. No sé qué fuerza tiraría de estos hombres y mujeres para fabricarse cada día una supervivencia tan básica y sin embargo tan sufrida. ¿Qué hace que no nos rindamos? ¿Es un instinto animal, un instinto emocional, un sentido del deber? Supongo que, después de todo y a pesar de todo, nos gusta vivir.

Pienso en todo esto mientras miro mi gran sartén llena de burbujas de aceite; parece que estallan de alegría, y los chisporroteos tienen un ritmo cadente y sedante que tranquiliza, como tranquiliza oír el agua cuando miras el mar, dando a entender que todo va bien.
La casa se ha quedado con un olor caliente y amable que la transforma en hogar, en sitio apto para repostar dignamente y sin prisas, como si nos lo mereciéramos.


Sonia Serna San Miguel

(11-XII-2015)

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